viernes, 4 de octubre de 2013

Una novela por entregas: Angelina y el Nuevo Mundo (capítulo 9)

De Su enemigo soy mortal enemigo
No rebulle dos veces
Aquel sobre el que pongo mi Ojo Amarillo
O mi pulgar enérgico
Emily Dickinson (la traducción es mía)


Las mujeres tratan de ayudarse cuando nadie más lo hace. Así ocurre en todas las sociedades y en todos los tiempos. La falta de fuerza física las obliga a agudizar el ingenio. Pierden muchas batallas, pero la lucha continúa. Sin descanso.    


CAPÍTULO 9

L
AS manos de Melva son una pura llaga a pesar de los remedios que todas las noches le aplica doña Chona. Es por la cantidad de ropa que restriega cada día desde que es lavandera.
—Muchacha necia, has de descansar para curarte.
—No me conviene, doña Chona, perdería la clientela.
La anciana calla, pero sabe que no es ese el motivo verdadero. Al fin, ropa sucia siempre hay y alguien tendrá que ocuparse de ella. No se atreve a dejar de trabajar por miedo a su esposo, ese hombre despreocupado que apareció de repente.
Fue el día en que habló Angelina desde España, bien lo recuerda. Estaba tan dichosa por haber escuchado su voz, por las buenas noticias que le había comunicado, que iba a celebrarlo con Melva invitándole a comer tamales con su recadito de pollo en el mercado. Caminaban tan tranquilas cuando desde atrás tiraron de las trenzas a la joven. A punto estuvo de perder el equilibrio y acabar en el suelo. Del susto, el niño que cargaba rompió a llorar desconsolado.
—¡Vean no más, hasta acá la vine a encontrar, paseándose por las calles como gran señora! —gritó el agresor con violencia.
—¡Braulio! —exclamó asombrada Melva.
—¿Por qué te saliste de la casa? ¿Qué andas haciendo por acá?
En vez de contestar, Melva le tendió al niño, que seguía llorando:
—Acá está tu hijo, ya nació.
El hombre pareció aplacarse y lo cogió sonriendo.
—¿Este es mi muchachito? Grande está, y lindo; blanquito salió. Bien lo criaste, mujer.
Melva sonrió tímida y aprovechó para preguntarle dónde había estado tanto tiempo.
—Trabajando, pues, dónde más. Para ganar plata para nosotros, para la comida de nuestro hijo.
Y se puso a relatar el largo viaje, lleno de aventuras prodigiosas, que le había llevado hasta la selva más recóndita a talar grandes árboles de madera preciosa para unos fabricantes de muebles estadounidenses. Tipos duros y exigentes que pagaban dólares. Harta plata para los que trabajaban bien como él. Cuando le pareció haber reunido una cantidad suficiente, decidió regresar. Pero no contó con que el camino era largo y tenía sus gastos. En él se le fue un buen dinero.
—Llegué a la casa fatigado y ya desde lejos iba llamándote, esperando que salieras a recibirme contenta como otras veces. Para mi sorpresa, hallé la estancia vacía, sin muebles, sin nuestras cositas. Hasta faltaba la puerta. Y tú no aparecías. Me asusté. Imaginé muchas desgracias, hasta que un vecino me dio razón de dónde vivía tu mamá y ella me contó que te habías venido a la ciudad. ¿Por qué te saliste de la casa? ¿Qué se hizo de nuestras cosas?
—No tenía qué comer —se excusó Melva.
—Ah, muchacha floja. Debiste aguantar. ¿No te dije que regresaría?
—Quemé la puerta cuando faltó la leña y me vi obligada a malvender lo que pude. La cama, la mesa, hasta el metate con su mano, al fin ya no había maíz que moler —prosiguió triste la joven—. Estaba solita en el cerro y sentía miedo. Me fui con mi mamá hasta que nació el niño y luego me vine para acá a ganarme la vida, pero ahora que regresaste nos vamos a la casa...
—No, cómo se te ocurre —la interrumpió Braulio irritado—. Acá nos quedamos para que no pierdas tu trabajo. Allá nada tenemos. Ahorita vamos a festejar. Véngase usted también —añadió, dirigiéndose a doña Chona—, yo la convido.
Ese día debió de gastarse en bebida el dinero que aún le quedaba y luego tuvieron que arrastrarlo entre las dos mujeres hasta la casa. Cuando se despertó a la mañana siguiente, pidió su café y sus tortillas, y Melva le preparó solícita el desayuno. Después de asearse, buscó al niño, que dormía tranquilo en la cama.
—Venga acá, mi muchachito, se tiene que acostumbrar a su papá —le dijo con cariño, cogiéndolo en brazos—. Vamos a pasear.
El niño rompió a llorar, pero Melva lo calmó con dulces palabras. Le gustaba que su marido le mostrara afecto. Doña Chona observaba en silencio, ocupada en preparar su bandeja blanca, pues el domingo era el día que más vendía.
Transcurridas varias semanas, Braulio seguía sin trabajo, y Melva lavaba cada vez en más casas. Su marido la iba a buscar algunas veces para pedirle dinero.
—Un hombre no puede andar con la bolsa vacía —protestaba—. Tengo mis gastos.
Al principio Melva se lo daba de buena gana, pero luego comenzó a poner excusas.
—De qué te quejas, muchacha desagradecida, ¿no te mantuve yo siempre? ¿No fuiste tú la que te saliste de tu casa para venirte hasta acá? Por tu gusto fue. Harta plata gané en la selva con mucho esfuerzo, pero de nada sirvió, de todos modos tú me hiciste gastarla en balde para buscarte. Y ahorita me niegas unos centavitos, no, soy tu marido, respétame, pues.
Doña Chona veía y callaba. No era mal hombre, quería al niño, pero no tenía ganas de trabajar. Así no podría irle bien a la pareja. Una tarde, cuando estaba a punto de abrir la puerta de la casa, escuchó una discusión:
—No, pues si tú no lo pides, lo haré yo. Ya me cansé de dormir en el petate, mientras la vieja se acuesta con nuestro hijo bien cómoda en la cama. Lo justo es que ella se tire al suelo, al fin no es más que una persona, y nosotros, tres.
—¡Cómo se te ocurre! Suya es la casa, suya la cama y nos tiene recogidos como quien dice. ¡Respeta a quien te ayuda!
—Ni tanta ayuda. O es que te da de comer. Bien te ganas lavando la vida, no te regala nada.
—Pero a ti sí, que no más duermes y tomas...
Una sonora bofetada interrumpió la frase.
—¡Respeta, india bruta, o te enseñaré a palos!
Doña Chona apareció en ese momento. Los dos se quedaron callados, y Melva fingió que nada había ocurrido:
—¿Cómo le fue, vendió mucho? Preparé unos frijolitos, ¿quiere que le sirva?
Braulio murmuró unas palabras ininteligibles y se marchó de la casa.
—Escuché su pelea —reveló la anciana mientras ayudaba a la joven a echar tortillas—. No te dejes, mi hijita. Oblígalo a que te respete.
Melva no replicó. Braulio era su marido, ella se había dejado robar y ahora nadie la protegería. Si la hubieran pedido a su mamá y entregado los regalos de la dote como marcaba la tradición para las bodas, ahora tendría derecho a quejarse. Pero decidió su suerte el día de la fiesta en que se marchó con él. Su mamá no iba a mover un dedo  para defenderla, y mucho menos su nuevo marido que no la quería.
—Braulio no es mal hombre ni haragán. Está afligido porque acá en la ciudad no halla en qué ocuparse. No más eso le pasa —lo disculpó.
Esa noche regresó muy borracho y la obligó a levantarse para servirle la cena. A la mañana siguiente Melva había tomado una decisión que comunicó en voz baja a su benefactora:
—Nos vamos a nuestra casita en el cerro, doña Chona. Allá a Braulio no le costará encontrar trabajo como peón en alguna finca cercana y ya no le sobrará tiempo para enojarse ni tomar tanto. Vea que nos conviene a los tres. Allá se compondrá nuestra vida.
La anciana asintió aunque tenía sus dudas de que el marido fuera a aceptar cuando por fin despertara. Supo que no se había equivocado al escuchar el llanto de Melva cuando regresó ya anochecido después de acabar su jornada. La pesada mano de Braulio la había llenado de moratones y arañazos.
—Que se vaya —rugió doña Chona—. No lo quiero en mi casa.
—Nos echa a los tres. Él no me dejará quedarme porque es mi marido, el padre de mi hijo.
La anciana agachó la cabeza por no desampararla, y ahora Melva tiene tan maltratadas las manos que pronto nadie la querrá contratar de lavandera por miedo a que deje en su ropa algún terrible mal.
—Échele daño por abusador, doña Chona, a qué aguarda —se enfurece la carnicera del mercado que es su amiga y conoce la situación—. Que pague por lo que hace.
Pero doña Chona cura enfermedades y saca el daño que han causado otros. Nunca ha hecho mal a nadie y no va a empezar ahora, que tan cerca está de la muerte. No, no es cierto, recapacita, pues una vez se vio obligada a defenderse de un brujo. Este recuerdo le inspira una idea que decide poner en práctica esa misma tarde. Llega temprano a su casa y se encuentra a Braulio jugando despreocupado con su hijo, mientras Melva muele maíz en el metate con las manos vendadas.
—Cómo se te ocurre, muchacha necia. Ya lo hago yo —exclama,  apresurándose hacia ella mientras lanza una mirada de reproche al marido.
La joven acepta su ayuda y busca el trapo con el que se limpia la bandeja blanca. Esa tarea es más suave y no le dolerán las llagas.
Mientras muele, doña Chona pregunta:
—¿Vieron qué hermosa está la luna? Esta noche volará el Yalambequet.
—¿A poco cree en esas leyendas de indios brutos? —se mofa Braulio—. No le ha servido de nada vivir en la ciudad.
La anciana le mira con ojos feroces y proclama:
—Yo me salvé de él.
—¿Nos quiere contar qué fue lo que pasó? —pregunta Melva—. Vea que ya nos picó la curiosidad.  
Doña Chona asiente. Sucedió cuando su hijo Manuel aún era niño y llegó muy asustado a la casa, explicando cómo un hombre malencarado al que no conocía le había anunciado que se comería a su mamá por andar presumiendo de ser curandera. Doña Chona no dio importancia a sus palabras, pero más tarde otros conocidos le aseguraron lo mismo, que un hombre iba pregonando a los cuatro vientos que se la comería en cuanto cambiara la luna. Entonces decidió vigilar y pronto se dio cuenta de que un individuo enjuto acechaba por los alrededores de la casa. El jueves de la semana siguiente había luna llena y sin duda sería el día que escogería para llevar a cabo su mala obra de robarle el alma, que era lo que significaba comérsela. Así que ideó un plan para salvarse.
La noche señalada preparó unos bultos de ropa que acostó en el petate y tapó con la manta, como si ella y su hijo estuvieran durmiendo. Luego salieron de la casa a oscuras y se ocultaron en una cueva del cerro. Cerca de la media noche, doña Chona se dirigió a la cruz de piedra que había en el camino, recomendando a su hijo que la aguardara sin moverse de donde estaba. Llegó cuando el brujo comenzaba su sortilegio. Le escuchó claramente pronunciar la palabra mágica, Yalambequet, y contempló cómo se le caía la carne y se elevaba volando en dirección a su casa. Cuando desapareció en el firmamento, descargó el saquito de sal que escondía bajo su huipil y esparció su contenido sobre la carne que yacía en el suelo. A su contacto, empezó a retorcerse y reducirse, envuelta en humo negro, hasta que desapareció convertida en cenizas. Doña Chona siguió aguardando, agazapada detrás de un árbol. Antes de la salida del sol, apareció el esqueleto volador y recitó la palabra mágica, Muyambequet, pero la carne no le obedeció, puesto que ya no existía. Entonces, el alarido que lanzó el brujo quebró la calma de la noche, provocó el parto prematuro de las ovejas preñadas y enfermó de espanto a los más asustadizos. Pero estaba vencido. Con el primer rayo de sol que surgió tras los montes, los huesos comenzaron a soltarse y a chocar unos contra otros al precipitarse a la tierra.
—¿Y qué pasó después? —se interesó Melva.
—Nada. Seguí curando enfermedades y sacando el daño que echaban personas malvadas a la gente buena. A mí no me gusta hacer el mal, aunque a veces me veo obligada. Como ahora, Melva. Yo te curo todas las noches las manos, pero no mejoran, y es porque alguien te está echando daño. No, no lo voy a consentir. Tú desde mañana dejas de lavar, y yo voy a hacer que tus llagas le salgan a la persona que te las está causando. No, ya me enojé, se me antoja poco castigo. Mejor las llagas le cubrirán toditito el cuerpo y pronto la muerte le parecerá un descanso. Ya van a ver.
Mientras así habla, no se le escapa que Braulio ha ido empalideciendo. Tal como esperaba, se ha percatado de que el amenazado es él.
—¿Quieres que te sirva la cena? —le ofrece solícita Melva, que también ha percibido el cambio y teme ser ella quien al final pague con golpes por su miedo.
—No, yo puedo solo. Mejor cuídate las manos, como dice doña Chona. Te conviene descansar para que mejores. Ahorita es tiempo de siembra, así que no me costará encontrar empleo en alguna finca de la costa. Yo los mantendré, para eso soy tu esposo. Mañana sin falta viajo a Retalhuleu.
—No más no te vayas a olvidar de regresar a traerles sus centavitos a tu mujer y tu hijo. No te vayas a desaparecer como antes —observa doña Chona.
Braulio percibe el tono levemente amenazador de su voz y se apresura a replicar:
—No, cómo cree, señora. Yo vendré cada quincena cumplida a entregar la paga a mi esposa para que no tenga que trabajar y cuide bien de nuestro hijo.
—Está bien. Así debe ser.
Doña Chona sonríe y piensa en su nieta. ¿Seguirá yéndole bien en España? Aunque ya se sabe de memoria la carta, todavía le pide a Melva de cuando en cuando que la lea porque le gusta escuchar en voz alta las palabras, le gusta cómo vuelan y se extiende su eco. Pero no, hoy no se lo pedirá porque está muy cansada. Ay, Angelina, ¿tu suerte será mejor que la de tu amiga allá tan lejos donde esta vieja terca se empeñó en mandarte solita?, se pregunta antes de que el sueño la recoja como cada noche.

© Carmen Martínez Gimeno


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