viernes, 20 de septiembre de 2013

Una novela por entregas: Angelina y el Nuevo Mundo (capítulo 7)

novela por entregas
No, las niñas del siglo XXI ya no se visten así. La Paloma de mi novela no lleva sombrero ni trajes oscuros, pero sí tiene una carita tan dulce como la modelo de este retrato pintado por Cecilia Beaux en 1909-1910. 

Los niños son protagonistas de buena parte de este capítulo. La trama sigue su curso...




CAPÍTULO 7

C
ANTAN los gallos a la aurora, y el hijo de Melva se rebulle buscando su alimento. Doña Chona se levanta de la cama que los tres comparten y enciende el fuego para calentar el café. Luego saca las migas de pastel que todos los días reserva para su protegida de los recortes que vende por las calles en una bandeja de madera pintada de blanco, sujeta al cuello por una tira ancha de lona: las migas sueltas, en cucurucho; los trozos, sobre un papel de estraza. Melva ha de alimentarse para que al niño no le falte su leche.
Cuando salen a la calle, ya hay muchas personas que ocupan las estrechas aceras, indios que corren bajo el peso de su carga, niños que arrastran los pies camino de la escuela, mujeres con su cesta que se dirigen al mercado y dos finqueros, fusta en mano y  mirada insolente, que marchan juntos pisando fuerte. Doña Chona y Melva bajan a la calzada para cederles el paso y avanzan sorteando los charcos. Tienen que llegar temprano a casa de doña Clovis la prestamista, pues hoy es día de colada y ha contratado a Melva para la tarea. Así se ganará su sustento.
La puerta de la calle está abierta, y una sirvienta regatea con una vendedora el precio de diversas verduras que sobresalen de una canasta. Al verlas, le dice a doña Chona que no hubo noticias de España y que pasen adentro, y prosigue con su minucioso trato. La cocina es una habitación amplia que huele a especias y a cebolla recién cortada. De las paredes cuelgan recipientes de barro y sobre una extensa mesa de madera tosca hay una gallina con el cuello retorcido a punto de ser desplumada. Borbotea el agua de una enorme olla puesta al fuego.
—Allá está la ropa —indica la cocinera con la cabeza y los labios mientras agarra del pescuezo al ave—. Son sábanas y manteles, piezas finas, no las vayas a malograr.
Doña Chona ayuda a Melva a trasladar la ropa hasta la pila del patio donde tendrá que lavarla sobre una tabla de madera. La joven escoge la primera prenda, un mantel bordado con girasoles amarillos, y luego coloca a su hijo sobre el montón restante para que siga durmiendo mientras ella trabaja.
La cuesta que conduce a la confitería se le antoja a doña Chona más larga que de costumbre y tiene que detenerse a descansar apoyada en la pared de una tienda. «La vela se acaba», reflexiona pesarosa mientras respira hondo para recobrar el aliento. Del interior le llega el olor a tela nueva, recién teñida, y un rumor de voces.
Una mujer que ha seguido sus pasos por la pendiente se detiene a su lado:
—Vea, doña Chona, la señora Isaura me manda a preguntarle si no querría rezar en los cerros por la niña Clara.
—¿Qué tiene, pues?
—No aguanta el dolor de su pie desde ayer que la revolcó el perro blanco mientras lo paseaba.
—Rezaré por ella —asiente la anciana—. Pero que guarde cama hasta que cambie la luna y esta tardecita vienes a mi casa para que te dé unas hierbas, no se vaya a quedar coja la niña.
La mujer se lo agradece y se despide con un apretón de manos en el que desliza un billete. Doña Chona lo recibe impasible y no lo mira hasta que está sola. «Veinte quetzales, bien comienza la mañana», se regocija mientras se santigua con él y lo guarda entre los pechos bajo su huipil.
Cuando llega a la tienda, la confitera ya tiene separados los recortes de pastel que vende doña Chona. Abundan hoy los de chocolate y los de canela, se alegra al recibirlos, y dispone enseguida la mercancía en la bandeja. Quiere llegar a tiempo para ofrecerla a los alumnos de las escuelas porque sabe que son sus preferidos.
—¿Cuánto por este, marchantita? —le pregunta un flacucho mal vestido y descalzo mientras espera apoyada en una esquina a que pase un autobús para cruzar la calzada.
—Nada más cinco centavitos, marchante —responde amable doña Chona.
El niño saca del bolsillo unas monedas y las cuenta con parsimonia.
—No me alcanza —murmura al acabar.
—Vete a la escuela, otro día me compras.
El niño niega con la cabeza:
—No, para qué voy, si mi pancita no me deja pensar.
Es tan triste su mirada que doña Chona coloca en un trozo de papel el pedazo elegido y se lo tiende:
—No te quiero engañar, marchante. Está duro, no habrá quien lo quiera...
El flacucho le regala una sonrisa sin dientes y sale corriendo con su tesoro.
Las once da el reloj del campanario. Demasiado tarde para dirigirse a la escuela, así que doña Chona enfila la larga cuesta que conduce al mercado. Sus pasos son lentos pues le pesa la carga, pero por fin llega y se acomoda sobre una piedra, con la bandeja sobre las rodillas, a la sombra de una ceiba de inmensa copa, junto a un grupo de indias que tejen sus vistosas labores en telares de cintura, sentadas sobre las piernas, mientras conversan en su lengua arcana de sonido nostálgico. Algunas se le acercan para apreciar su mercancía y hasta le compran un cucurucho de migas baratas que comparten entre risas golosas.
Los puestos están muy concurridos. Los turistas se detienen ante las indias que brindan su artesanía colocada sobre una manta, atraídos por la belleza de los bordados y la fina hechura de la cerámica. Sobre el rumor de voces de los tratos se alzan los golpes secos de los cuchillos con que destazan las reses los carniceros espantando moscas, y por encima de estos, dominándolo todo, se escucha el gorjeo incesante de los cientos de pájaros habitantes en los frondosos árboles que circundan la zona.
Doña Chona está intercambiando un recorte de pastel de crema por una gelatina de vainilla con otra vendedora ambulante, cuando la interrumpe Melva.
—¡Hubo noticias! —exclama alegre—. Me manda la señora Clovis para que sepa que habló Angelina de España.
Primero es sorpresa, luego inquietud y por fin contento. Su nieta se encuentra bien, tiene trabajo y vive bajo un buen techo. Y además le va a escribir una carta.
—En el tiempito que fuiste a la escuela, aprendiste a leer, ¿no es cierto, Melva?
—Más o menos, doña Chona. Como su nieta, pues.
—Bastará para que me leas su carta. Doña Clovis se ofreció, pero tú eres de mi confianza y no te incomodarás cada vez que desee escucharla de  nuevo.
La carta. Antes de mudarse a la casa de Estrella Polar, Angelina había gastado sus últimas monedas en llamar desde un locutorio a Guatemala pero apenas consiguió hablar, por eso anunció que la escribiría. Maldito don Odilón, si no la hubiera abrazado para besarla en la boca cuando quiso despedirse, doña Charito tal vez habría aceptado devolverle el dinero por los días que ya no iba a ocupar el sofá, pero entró en el salón justo cuando su marido la apretaba contra su gruesa barriga, y la agarró de los pelos, india ofrecida, puta, le gritó arañándola, malagradecida, fuera, fuera, que el diablo se te lleve por felona, y la echó de su casa a empujones y patadas.
Tenía que escribir la carta, se proponía Angelina a diario, aunque eran tantas sus ocupaciones que no encontraba el momento de sentarse a intentarlo. Una tarde, mientras planchaba, vino a buscarla Paloma.
—Ya he terminado los deberes. ¿Me llevas al parque?
—No puedo, mi niña. Mira cuánta ropa.
—Pues te ayudo —le ofreció—. ¿Qué quieres que haga?
La joven no dudó:
—¿Me escribirías la carta para mi abuelita? Ha de estar esperándola y ya compré el sobre para enviarla.
Paloma aceptó aunque advirtió:
—Yo no sé escribir en papel sin cuadros. Me tuerzo. Solo me salen bien las letras en las hojas de mis cuadernos.
—¿Y querrás prestarme una?
—Claro —replicó, cogiendo su cartera y sacando una libreta azul que abrió por la mitad—. Ya estoy preparada. Dime qué pongo.
Angelina se quedó pensativa. Era la primera carta que redactaba en su vida.
—Explícale de la casa, del jardín; cuéntale que aprendí a planchar, a cocinar, a ocuparme de los quehaceres. Dile cómo es tu abuelita, tu mamá, cómo eres tú y tu hermana grande. Que a tu papá no lo conozco todavía porque anda viajando.
—¡Pero cómo lo pongo! —la interrumpió Paloma—. Me tienes que decir cómo porque yo así no sé. Primero hay que empezar «Querida abuela Chona», dos puntos, y aparte contar las cosas. Así escribo la carta de los Reyes Magos.
—No te entiendo, mi niña.
—Espera. Vamos a pedirle a mi hermana que nos ayude. Está estudiando en su cuarto.
La encontraron hablando por teléfono. Estaba sentada de espaldas en su habitación, con la puerta abierta, y no las vio.
—...una ONG, papá, nos hemos convertido en una ONG, ya lo verás cuando vengas. Que no, que no exagero. Es una india guatemalteca con unas pintas y una mirada de loca... En cuanto le dices algo, te mira abriendo los ojos de una forma...
No llegaron a entrar en la habitación por no interrumpirla. Volvieron a la cocina y Angelina prosiguió planchando en silencio.
—¿Seguimos con la carta? —propuso Paloma.
Angelina no contestó. Pasados unos minutos, preguntó:
—¿Tengo ojos de loca?
—No —respondió tajante Paloma—. Lo que pasa es que mi hermana es tonta.
—Allá en Guatemala, cuando era chiquita, me decían que tenía ojos de española, y a mí me gustaba. Por eso los abro tanto, para que se den cuenta de que soy como ustedes.
—¿Y cómo son los ojos de española?
—Así como los tuyos y los de todos por acá. No achinados como los de los indios.
Paloma no comprendía lo que quería decir. Para ella los ojos eran todos iguales; no notaba diferencias más que en el color.
—Vamos a escribir la carta, ¿quieres? —insistió para cambiar de tema—. A ver, ya empiezo:
Querida abuela Chona:
Se estancó de nuevo pero enseguida tuvo una inspiración:
—Voy a redactarla como la carta de los Reyes Magos, que es la única que sé escribir.
Angelina aceptó, y Paloma escribió:
Soy tu nieta Angelina y vivo en España en la calle Estrella Polar número 7. Me encuentro bien y trabajo mucho. Sé hacer lo que me mandan, que es lavar y planchar y arreglar la casa, y cuidar de la abuela y de Paloma. Las personas de esta casa me quieren mucho. Son la madre y el padre que está de viaje, la abuela Mercedes y las dos hijas, Cecilia y Paloma.
No se le ocurría nada más. Pero a instancias de Angelina, añadió:
Pues que sepas que esta ciudad llamada Madrid es muy grande, más que Quezaltenango y que la misma ciudad de Guatemala, pero no hay volcanes ni montañas ni campo.  Miras una calle y no más ves casas y casas que no acaban, no como allá que al fondo están los prados y las montañas. Sí hay parques como el llamado del Retiro. Abuela Chona, te extraño mucho, probé la horchata de chufas, el jamón y el chorizo. La comida es rica y aprendí a hacer paella que es con arroz. Yo te contaré otras cosas cuando nos veamos.Cariños de tu nieta Angelina
Tienes que firmar —indicó Paloma.
Y la joven lo hizo con letra vacilante de persona poco acostumbrada. Luego releyó varias veces la carta y, como le pareció bien, se la dio a Paloma para que la doblara y la metiera en el sobre. A continuación escribió las señas y cuando Angelina hubo terminado de planchar, se acercaron al estanco para comprar el sello y la depositaron en el buzón amarillo del servicio de correos.
Desde que llegó, todas las noches, antes de acostarse, pide doña Chona a Melva que relea la carta. Casi se la sabe de memoria y repite con pelos y señales a sus conocidos las noticias cada vez que le preguntan. Pero le queda la inquietud de esas otras cosas que solo le contará su nieta cuando se vuelvan a ver.


© Carmen Martínez Gimeno


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