viernes, 11 de octubre de 2013

Una novela por entregas: Angelina y el Nuevo Mundo (capítulo 10)

Esta llave cincelada
si no cierra ni abre nada,
¿para que la he de  guardar?

Amado Nervo, La llave vieja

Una llave de ojo antigua. ¿Qué significa? ¿Qué es lo que abre? Puede que pronto lo averigüemos...

CAPÍTULO 10

A
NGELINA lleva de la mano a doña Mercedes con el mismo cariño que si se tratara de su abuela. Es una costumbre que comenzó durante las vacaciones, cuando paseaban a la orilla del mar en el pueblo levantino al que habían viajado todos a pesar del disgusto de la anciana.
Paloma le obsequiaba conchas de nácar y le traía diminutos cangrejos que apenas lograban llamar su atención cuando corrían hacia atrás en su regazo intentando escapar. Solo la conversación de Angelina parecía interesarle a ratos.
—¿Acá no hay tortugas, mi señora? —le preguntó el primer día que bajaron a la playa.
—Tortugas —repitió doña Mercedes mientras sentada bajo la sombrilla se alisaba una y otra vez la falda de fresco lino con manos temblorosas.
—Allá en Retalhuleu buscábamos sus huevos entre la arena.
—¿Y cómo son? —quiso saber Paloma, que construía un castillo con foso a sus pies.
Angelina unió el pulgar y el índice formando un círculo y abrió enormes los ojos:
—Como pelotas de ping pong, niña, igualitas a esas con las que juegas, no más que más blandos, como suavitos. Y son mucho más sabrosos que los de gallina, por eso los pagaban bien en los restaurantes; los turistas los querían. Pobre de las tortugas que eran sus mamás, no pensaba en ellas cuando tenía la suerte de encontrarlos y me los robaba para ganar mi buen dinero que tanta falta nos hacía. Pero no me olvidaba de guardar uno, el más lindo, para compartirlo en la casa con mi abuelita.
—Con tu abuelita —repitió doña Mercedes, asintiendo con la cabeza.
—Las tortugas son grandotas y caminan paso a pasito por la arena para poner sus huevos, después los tapan con sus patas para que cueste encontrarlos y no se los roben, y se regresan tranquilas al mar. Nosotros los buscadores que andábamos por la playa nos las subíamos encima, dizque cabalgando, hasta que llegaban al agua. Ahí había que saltar rapidito, porque vieran cómo nadan, bucean hasta lo más hondo y allá se quedan cuanto se les antoja acompañando a los pulpos y las langostas. Decían que un muchachito no estuvo listo para saltar y la tortuga lo arrastró a las profundidades. Aún cuentan que de cuando en cuando se le oye gritar pidiendo socorro, agarrado a la concha, cada vez que la tortuga sale a nadar arriba, pero rapidito se vuelve a hundir.
—Pobre —musitó doña Mercedes—. Por no estar listo…
—No me lo creo, Angelina, se habría ahogado —opinó Paloma.
—Yo no sé… No más eso cuentan.
—Eso cuentan, eso cuentan —repitió doña Mercedes—. Pues será verdad.
Por las tardes la anciana se negaba inexorablemente a salir de la casa blanca donde vivían, rechazando las excursiones que le proponían, las merendolas en concurridos lugares de moda o los paseos en barco por bahías de blandas olas blanquiturquesa y acantilados de pinos que meneaban sus copas al compás del viento. Cuando al fin se quedaban solas, le pedía a Angelina que la acompañara a su habitación:
—Esta casa no la conozco y me pierdo. No sé dónde están mis cosas, todo se me confunde en esta cabeza mía…
Pasaban las horas vaciando los cajones y ordenaban su contenido. Repasaban los vestidos guardados en el armario, los zapatos alineados en parejas, los pañuelos de batista bordada doblados en pico en su caja de cuero verde.
—Me la regaló mi padre —explicaba doña Mercedes acariciándola—. Yo era joven entonces, aún no me había casado. ¿Ves estas letras doradas? Son las iniciales de mi nombre. Mi padre encargó que las grabaran. ¿Tú conociste a mi padre, Angelina?
Las conversaciones se repetían tarde tras tarde con pequeños cambios, siempre las mismas obsesiones, siempre las mismas añoranzas y algún temor nuevo. A veces la anciana se quedaba callada y Angelina callaba a su lado. Otras le hablaba y hablaba para intentar entretenerla y la convidaba a un paseo cortito.
—No me apetece, Angelina. Me marea la gente.
—Vea, caminemos hasta el malecón y allá nos sentamos a contemplar cómo pescan las barcas. El sol se hundirá en el mar y saldrá la luna grandota vestida de oro hasta que suba arriba y las estrellas la cubran con su velo plateado. Pero antes de eso usted se habrá tomado un helado de los que tanto le gustan. Qué gana quedándose acá solita, entristeciéndose sin motivo con la tarde tan linda que hace.
Pero rara vez conseguía convencerla para abandonar su encierro. Doña Mercedes solo mostró verdadera alegría cuando supo que las vacaciones tornaban a su fin y comenzaron los preparativos para el regreso. Llegaron a Madrid cuando el sol septembrino iba enrojeciendo las hojas de las hiedras y las bandadas de pájaros se reunían en el cielo en dibujos cambiantes ensayando formaciones para su cercano viaje hacia latitudes más cálidas.
Pronto la casa recuperó la rutina de los trabajos y los estudios. Hubo varias tormentas seguidas, y doña Mercedes vaticinó, mirando al cielo:
—Cuatro gotas y se acabó el verano. Mi padre lo decía siempre.
Así fue. El otoño entró de repente, como es su costumbre, y hubo que guardar sandalias y sacar prendas de entretiempo. Angelina se arrebujó en un chal granate con listas moradas que se ataba con un nudo en el hombro para que no le estorbara al hacer las faenas de la casa.
Una mañana, mientras le servía el desayuno, doña Mercedes la reconvino:
—Así no vas bien. Tienes que comprarte ropa. Aquí no nos envolvemos en manteles.
Angelina sonrió y respondió que no era mantel sino manto. Se lo había tejido su abuela mientras vivieron en Zunil, pues era como allí se abrigaban las mujeres.
Doña Mercedes negó con la cabeza y reiteró:
—Tienes que comprarte ropa. Aquí no nos vestimos así. Se van a reír de ti cuando te vean con esas fachas.
Tenía razón, aceptó Angelina. Ya había notado miradas curiosas cuando acompañaba a Paloma a la parada del autobús escolar. Tal vez había llegado el momento de gastar algo del dinero que estaba ganando. Esa misma tarde abrió la maleta verde donde lo guardaba y lo contó: 3.025 euros, repitió varias veces asombrada, 3.025 euros. ¡Era rica! Nunca jamás había logrado juntar semejante cantidad con su abuela, y sintió el deseo imperioso de hacérselo saber, tenía que darle esa alegría, debía contarle que el Nuevo Mundo le estaba abriendo sus puertas, que su suerte era buena y había esperanzas. Cuando a la vuelta del colegio Paloma la acompañó a comprar unos zapatos y algún jersey, pasaron también por un locutorio y llamó por teléfono a la señora Clovis para concertar que su abuela estuviera en su casa el sábado siguiente a la misma hora.
Paloma la había ayudado a elegir la ropa y a sumar los precios para no equivocarse al pagar. Angelina no era caprichosa y había tenido cuidado al comprar, así que le sobró parte del dinero que había llevado. Cuando ya de vuelta en casa lo iba a guardar en la maleta, al rebuscar en su contenido rodó hasta sus manos el envoltorio de doña Virtudes: era como si hubiera querido salir de la oscuridad en la que había permanecido hasta entonces. Angelina lo tomó y recordó las palabras de la anciana en el parque del Retiro al entregárselo: «Ya sé que mañana te vas y tal vez no nos volvamos a encontrar, pero quiero que lo tengas tú. Eres más de fiar que las raíces de los árboles y algún día puede que te venga bien». Qué habría querido decir. Le picó la curiosidad y estaba a punto de desenvolverlo, cuando escuchó que la llamaban. Era doña Mercedes que pedía su cena a gritos:
—Si no son más que las siete —objetó Angelina.
—Como si son las dos. El hambre no entiende de horas.
—Está bien, mi señora, no se enoje. Ahorita le preparo su tortilla de jamón...
—Tú estás loca, ¿cómo me voy a tomar eso? —la cortó irritada—. Menuda porquería.
—Pues qué desea. Dígame no más y se lo preparo.
—Angelina, ¿hacemos los deberes? —preguntó en ese momento Paloma, entrando en la cocina.
—No puedo, niña.
—¡Cómo que no puedes, qué contestación es esa! —se enfadó la anciana—. Deja lo que estés haciendo y la atiendes.
—Sí, señora —respondió Angelina, cargada de paciencia—. ¿Quiere que le prenda la tele?
Era un buen modo de entretenerla, pues todos los programas le parecían bien y se ponía a hablar con las personas que salían en pantalla como si fueran visitas que estuvieran con ella.
—¿Qué toca hoy? —preguntó Angelina, mientras buscaba su cuaderno de tapas naranjas.
Desde que Paloma había vuelto al colegio, compartía los deberes con ella, y su letra iba mejorando. Además, había aprendido enseguida a sumar, restar, multiplicar y dividir, y en eso era Angelina quien ayudaba a la niña. Había sido idea de Cecilia.
—¿Por qué le escribes las cartas? —había preguntado a su hermana la vez que las vio atareadas redactando.
—Porque su letra es mala. Como casi nunca escribe...
—Pues entonces lo que debería hacer es practicar. ¿No habéis escuchado eso de que no hay que dar peces sino enseñar a pescar?
Paloma no lo había entendido, pero Angelina sí. Y desde ese momento se esforzaba por comprender las lecciones de los libros y por aprender lo que enseñaban.
—Hoy tenemos que hacer una redacción sobre lo que queremos ser de mayores —explicó Paloma—. Yo no sé si astronauta o submarinista. ¿Tú qué vas a poner?
Angelina vaciló antes de responder:
—Yo ya soy mayor.
—Bueno, no tanto. Mi hermana también es mayor y todavía no es nada. Además, no hace falta que sea verdad. Puedes poner lo que te gustaría. Elige.
Elegir. Nunca se le había ocurrido. Con tener un techo y comida le había bastado. ¿Qué quería ser? Ni siquiera conocía las posibilidades a su alcance.
—Ayúdame, niña, no se me ocurre nada —le pidió a Paloma.
—Pues yo creo que podrías ser chef de un restaurante, porque cocinas muy bien, o escritora, porque cuentas unas cosas tan bonitas...
—¡Socorro, socorro! —venía gritando con un hilo de voz doña Mercedes, arrastrándose despavorida hacia la cocina—. ¡Que me comen!
Angelina y Paloma se levantaron para recogerla y sentarla en una silla.
—¡Cerrad la puerta! ¡El salón está lleno de fieras!
—¿Qué dices, abuela?
—Sí, sí, hay leones y otros bichos de esos que corren tanto. No sé cómo he logrado llegar hasta aquí sana y salva. Será que la carne de vieja no les gusta —se dirigió a su nieta—: Tú no salgas, bonita, que te devorarán. Angelina, llama a la policía. O a los bomberos, no sé.
—Sí, señora.
Mientras Paloma la entretenía, Angelina fue a ver qué la había asustado tanto. En la televisión pasaban un documental sobre la selva africana y en ese momento un rinoceronte avanzaba feroz hacia las cámaras. La apagó y regresó a la cocina. Le iba a explicar que había logrado que los animales se marcharan por la puerta del jardín, pero ya doña Mercedes se había olvidado y hablaba entretenida con su nieta sobre cómo eran su colegio y sus compañeras de clase.
Esa noche, cuando se fue a acostar, Angelina encontró el envoltorio de doña Virtudes sobre la cama. Desató los múltiples nudos del cordón ennegrecido que lo rodeaba con varias vueltas y desenvolvió la enorme y gastada bolsa de plástico que lo recubría. Debajo había otra más limpia también muy enrollada, y debajo capas y capas de papel higiénico bien apretadas, envolviendo, como si de una momia se tratara, un cartón blanco doblado en cuatro. En su interior había una antigua llave negra algo roñosa y unas palabras escritas en mayúsculas: MADRES OBLATAS.
Madres Oblatas, repitió varias veces Angelina, ¿de qué le sonaba ese nombre? De repente se le iluminó la memoria: eso es lo que ponía en la puerta del comedor al que había acudido con doña Virtudes. Pobre ancianita, ¿para qué le habría dado a guardar esa llave como si fuera algo importante?
El sábado madrugó como hacía a diario para dejar recogida la casa antes de marcharse. Luego se arregló y esperó a que se levantara la dueña para despedirse.
Y esta expresó nada más verla con su ropa de salir:
—No me digas que te vas. Tenemos una comida y pensaba que te quedarías con Paloma y la abuela, como otras veces.
—No, bien lo siento, pero hoy no puedo, mi señora. Yo también tengo una invitación y me aguardan. Pídaselo a Cecilia.
—Huy, ya sabes cómo es. Seguro que no quiere. Quédate tú. Volvemos pronto y te vas enseguida.
—No, señora. Hoy no. Ya les dejé preparada la verdura y la carne. No más hay que calentarlas.
Angelina tenía sus planes para ese día. Se iba a reunir con las ecuatorianas y. pasearían por el Parque del Oeste. Después comerían juntas y se contarían sus novedades, porque no se habían vuelto a ver desde que Angelina salió con mal pie de la casa de doña Charito. Luego, por la tarde, llamaría por teléfono a la señora Clovis desde el locutorio y se comunicaría con su abuela, que estaría ansiosa aguardando. Se llenaba de gozo anticipando la sorpresa de su abuela cuando por fin le hablara y supiera por su boca lo bien que estaba, la buena suerte que se iba labrando con su esfuerzo, el mucho dinero que estaba juntando para lo que más adelante se ofreciera.
Era una mañana de finales de octubre y soplaba una brisa serrana cortante que el tenue sol no lograba templar. Angelina se arrebujó en su chaqueta de lana y pensó que tendría que comprarse alguna prenda de mayor abrigo para el invierno que ya se avecinaba. No estaba acostumbrada al frío y no le gustaba; menos mal que en el autobús hacía buena temperatura. Estaba tan a gusto que le costó bajarse cuando llegó al lugar de la cita. Ya había muchas personas reunidas en el parque y sonaba fuerte la música latina. Sintió un hormigueo en el estómago, como siempre que la escuchaba, y la invadió un sentimiento de nostalgia del que procuró sacudirse enseguida. Mucha gente ocupaba las praderas y los bancos. Vendedoras de comida y bebida desplegaban su mercancía sobre grandes cajas de cartón que hacían de mostrador. Algunos niños correteaban en torno al macizo de flores que rodeaba una estatua y otros mayores jugaban al voleibol con una red que habían tendido.
Angelina todavía no había dado con sus amigas cuando apareció de improviso una pareja de policías y mandó que apagaran la música, pues molestaba a los demás usuarios del parque. Un joven ecuatoriano protestó, y los policías le pidieron la documentación. Llegaron más policías, y los grupos se fueron dispersando sin armar alboroto.
Angelina recordó que aún no tenía papeles y se alejó prudente hacia la boca del metro. Estaba a punto de bajar las escaleras, cuando le pusieron una mano en el hombro:
—¿Ya se volvió tan engreída que no saluda a los amigos de antes?
Angelina giró la cabeza. Era Beto, el mexicano al que doña Charito obligaba a dormir en el suelo. Le sonrió pero no supo qué decir.
—¿Cómo te va, muchachita linda? Me costó reconocerte tan bella que estás. No porque antes no lo fueras, sino que ahora estás retepreciosa. Y tus ojos no los olvido, no, por ellos supe que eras la misma Angelina que yo conocí meses atrás, en la mísera casa de la pérfida que me maltrataba.
Beto parecía haber prosperado. Iba bien vestido y olía a una persistente colonia. Sus dientes alineados brillaban al sonreír y se le formaba un hoyito en la mejilla morena.
—Tú también te ves bien —musitó Angelina.
—No me quejo. Ando metido en grandes negocios. Gano harta plata. ¿Me permites que te convide?
Antes de que Angelina pudiera responder, Beto le pasó un brazo por el hombro y la dirigió calle arriba. Era agradable sentir su interés, saberse apreciada.
—Seguidito he pensado en ti —musitó Beto—. Qué bueno que nos volvimos a encontrar. Ahora ya no dejaré que te me escapes.
Angelina lo miró con ojos rendidos y asintió.
Comieron juntos en un restaurante italiano que a Angelina se le antojó demasiado lujoso y al que entró casi a la fuerza. Sin embargo, una vez a la mesa donde los sentaron, se le pasó la vergüenza. Beto le hizo reír con sus ocurrencias y le dio a probar platos deliciosos que desconocía. Después de que hubieron acabado el postre de dulce panna cotta, se empeñó en regalarle una pulsera de plata con colgantes de estrellas que sacó de un bolsillo. Y dijo al abrochársela en su estrecha muñeca:
—Para que no me olvides, Angelina la de lindos ojos, porque yo a ti te llevo en el alma. No más tienes que tocar mi corazón para notarlo.
Angelina le puso una mano tímida sobre el pecho y sintió los latidos. Beto prosiguió:
—Bien quisiera quedarme a tu lado toda la vida, pero ahorita me tengo que ir porque me esperan. Es lo malo de ser gente importante, que no se pueden descuidar los negocios. Aunque como ya eres mi enamorada, lo primero de todo es velar por ti, así que enseguida te dejo en tu casa en un taxi que tomemos. Sirve que así conozco dónde vives para que no te me pierdas otra vez.
Angelina se negó.
—¿No quieres ser mi enamorada? —se entristeció Beto.
Y Angelina se disculpó, no era eso, musitó ruborizada, es que tenía que ir al locutorio a hablar con su abuela. Así habían quedado y la estaría aguardando. Hacía mucho que no sabía de ella.
Beto se dio por satisfecho y preguntó:
—¿Cuándo nos vemos otra vez?
El sábado siguiente, en el mismo sitio donde se habían encontrado, decidió Angelina.
Salieron del restaurante abrazados y, como despedida, Beto le dio un largo beso en los labios  antes de echar a correr para alcanzar un autobús que ya partía de su parada.
Angelina lleva de la mano a doña Mercedes con el mismo cariño que si se tratara de su abuela. Es una costumbre que comenzó durante las vacaciones, cuando paseaban a la orilla del mar. Ahora la anciana ya no quiere caminar, y Angelina la anima a salir al jardín a ver la hiedra enrojecida y las olorosas violetas en flor. Mientras andan pasito a pasito silenciosas, Angelina piensa en Beto. Cuenta los pocos días que faltan para el sábado y un escalofrío le recorre la espalda al recordar sus cálidos labios. Sus palabras.

© Carmen Martínez Gimeno


¿Te has perdido algún capítulo? Aquí tienes los enlaces desde el comienzo:

No hay comentarios: