martes, 8 de marzo de 2016

Soy feminista

Las mujeres que quieren algo más que la vida familiar vuelven político lo personal, aunque no lo pretendan, con cada paso que dan fuera del hogar. Una mujer en el Parlamento o en una plataforma política equivale a hacer público algo tan personal como una boca femenina o el bajo de una falda.
Barbara Sichterman, 1986. (La traducción del inglés es mía).

feministaLa primera vez que me llamaron ‘feminista’ tenía yo menos de dieciocho años y viajaba en un autobús de línea que cubría la ruta entre Talavera de la Reina y Madrid. A mi lado había sentado un buen hombre del cual solo recuerdo que era corpulento y de pelo cano. No habían dado aún las nueve de la mañana, cuando sacó un puro de la chaqueta y se puso a encenderlo parsimonioso con un mechero. Yo carraspeé molesta en cuanto me llegó el apestoso humo; luego tosí una o dos veces, pero como el buen hombre no se dio por aludido, lo miré, probablemente poniéndome colorada hasta las pestañas, pues yo entonces era tímida, y dije que me estaba molestando y que había elegido precisamente ese asiento porque se suponía que era de no fumadores. El buen hombre me devolvió atónito la mirada y, meneando la cabeza, soltó: «Joder con la feminista».

Él había hablado en alto adrede, para que todos lo escucharan. Era una invitación a una conversación tumultuosa de las que tanto gustan en lugares públicos, y el anciano que iba sentado en nuestra misma fila al otro lado del pasillo no tardó en intervenir, comentando algo así como que «apañados estábamos entre tantas minifalderas y ecologistas…». No entendí el resto de su parlamento porque la buena mujer que iba a su lado se irguió cuanto pudo, levantando la cabeza peinada con apretada permanente, para acudir en mi defensa gritando más fuerte: «Que sí, que la chica tiene razón, ¡vamos, hombre, habrase visto!, es una falta de consideración y una asquerosidad ponerse a echar humo en un sitio cerrado donde viajamos tantos sin podernos mover… ¡y a estas horas!».

He de reconocer que a mí lo de ‘feminista’ me había sonado a insulto: como cuando llamaban a una minifaldera, fuera ecologista o no, ‘perra’, ‘zorra’ o ‘loba’. Y me sentí ofendida, aunque entonces desconocía el alcance del lenguaje sexista. Sin embargo, mi madre no estuvo de acuerdo cuando le expliqué el incidente: ella, que siempre fue biempensante, dedujo que la palabra no tenía más significado que ‘rebelde’. Pensé que, si era así, el fumador de puros tenía razón.

Yo llevaba en rebeldía desde que podía recordar: me negaba a escribir con la mano derecha, que era torpe, y utilizaba siempre la izquierda, con la que era capaz de cortarme las uñas siendo bien pequeña, peinarme a mí y a mis hermanas, abotonar los vestidos, atar los nudos de los zapatos y hacer preciosos dibujos que coloreaba sin salirme de los bordes. «Te vas a condenar», me repetían en el colegio las monjas maestras cuando me ataban la mano a la espalda para corregirme un defecto tan vil. Nunca lo creí ni me dejé convencer: fruncía el ceño y apretaba los labios, pensando que con la de cosas importantes que sucedían a nuestro alrededor en el mundo, no podía haber un dios tan ocioso como para estarse fijando en un detalle tan nimio como con qué mano yo hacía las cosas. Callaba, pero a la menor distracción de las monjas, me soltaba la mano prohibida y volvía a utilizarla. Creo que a los diez años, cuando la madre superiora me exigió al final de curso hacer el examen de ingreso al bachillerato con la mano izquierda atada, fue la primera vez que me atreví a plantar cara: «Si Dios hubiera querido que escribiera con la derecha, como las demás niñas, no me habría dado una mano izquierda tan buena». No me sirvió de nada mi valentía. Hice el examen con la mano atada: nunca lo he olvidado.

feminismo
Mirando hacia atrás desde el lugar privilegiado que otorga el paso del tiempo, afirmaría que la primera noción sobre ‘feminismo’ que tuvo esta siniestra rebelde con causa provino de una novela del famoso escritor, hoy olvidado, José Luis Martín Vigil, Un sexo llamado débil, que contaba la vida de tres chicas, Coro, Paula y Baby (aún recuerdo sus nombres) desde la adolescencia hasta la universidad. Había en ella un personaje especial, una profesora de literatura, que les decía a las chicas algo así: «Si nueve de cada diez estrellas utilizan Lux, entérate de qué jabón utiliza la décima para no comprarlo tampoco». El anuncio de ese jabón se repetía sin cesar en la publicidad de la televisión, y la profesora de literatura intentaba hacer pensar a sus alumnas más allá de los cánones de belleza establecidos y del lugar en el mundo que la sociedad les había destinado. Creo recordar también que ese personaje se ajustaba al estereotipo de feminista extendido, tanto entonces como ahora, entre el común de los  mortales y los medios de comunicación: mujer soltera que apenas se arregla, tiene más estudios e intereses intelectuales que la media de su mismo sexo y vive algo amargada, sacando defectos a casi todo. De las feministas, las sufragistas son las que más salían y salen en los medios de comunicación debido a las novelas y películas estadounidenses e inglesas. Incluso en Mary Poppins la atolondrada madre de clase alta era sufragista, como lo acreditaba la banda ―semejante a las de las reinas de belleza― que lucía sobre su puntiagudo pecho: era precisamente su lucha incansable por la igualdad, que la alejaba de su casa y de sus obligaciones para con su marido y sus hijos, la que propiciaba la llegada de la niñera mágica. Pero en España, después del fracaso de las dos repúblicas, no habían quedado sufragistas. Para qué, si en una dictadura como la nuestra, ni los hombres de pelo en pecho votaban.

Cuando mis padres planearon sacrificarse para mandar a todas sus hijas, igual que a su único hijo, a la universidad, no lo hicieron por afán de mejorar la sociedad en la que vivíamos, sino para asegurarse de que fuéramos capaces de valernos por nosotras mismas; en definitiva, para asegurarse de que fuéramos libres. Algunos conocidos, medio en broma, medio en serio, los censuraban: «¿Para qué tanto estudio? Son guapas y se casarán… si no se vuelven unas marisabidillas de esas tan insoportables». La respuesta de mis padres siempre fue la misma: los estudios nunca nos estorbarían puesto que, si queríamos casarnos, nos servirían para tener capacidad de elegir mejor y, de  permanecer solteras, nos posibilitarían para encontrar un trabajo con que mantenernos sin depender de la caridad ajena.

De este modo, sin haberme parado a pensarlo, crecí convencida de que yo dirigiría mi destino y que, si encontraba un compañero, jamás lo consideraría  «la cuchara que me iba a dar de comer» ni lo elegiría por eso. Estas palabras las escuché muchas veces en boca de mi madre porque la suya se las había repetido una y otra vez a ella y sus dos hermanas desde el momento en que empezaron a noviear. Mi abuela, a su modo, les quería asegurar el futuro, advirtiéndoles de que se fijaran en aspectos importantes de los chicos que las pretendían y no en nimiedades pasajeras. Lo mismo hizo mi madre con nosotras al darnos estudios, y lo mismo hice yo con mi hija al enseñarle a proteger su cuerpo y su mente, a decidir por sí misma. A ser independiente. A labrar su propia vida.

¿Qué nos impulsa a actuar de determinado modo ante circunstancias de la vida? No nos habíamos puesto de acuerdo las hermanas cuando un día alguna decidió que ya había llegado el momento de que nuestro único hermano, que es el penúltimo, aprendiera a hacerse su cama. Mi madre afeó tal pretensión: siendo tantas nosotras, ¿qué nos costaba ocuparnos de eso? «Somos iguales, mamá, tiene que aprender», respondió alguna de las mayores. Y, sin embargo, pasados los años, como mujeres activas fuera de casa, todas las hermanas hemos padecido la doble jornada, el precio de la liberación femenina prometida, porque jamás de los jamases se pueden descuidar los deberes familiares considerados propios de nuestro sexo y apenas compartidos con el otro.

En el pasado, como ahora, existía violencia de género, aunque no tuviera nombre. Quien más quien menos conocía a alguna malcasada que sufría maltrato, quien más quien menos sabía de padres misóginos, ausentes o infieles, de madres tan abnegadas como infelices, de curas con sobrinas jóvenes, de solteronas desamparadas, de chicas arrojadas al arroyo, casadas a la fuerza o mandadas a Londres en avión… Ayer, igual que hoy, la lista de infortunios debidos al género era interminable. Hoy, al menos, algunos despiertan el interés mediático y logran solución. Para otros, cuando son  irremediables, no queda más que gritar ¡nunca más!, a sabiendas de que lo mismo repetiremos a los pocos días y enseguida otra vez. ¿Hasta cuándo?
    
Ser feminista significa defender la igualdad de derechos y deberes en la sociedad, prescindiendo del género. Hombres y mujeres somos diferentes: tenemos, por ejemplo, hormonas distintas y órganos sexuales distintos. Las mujeres parimos hijos y los hombres no. La fuerza física de los hombres suele ser superior a la nuestra. Según las estadísticas, la población de mujeres en el mundo es mayor que la de los hombres y, sin embargo, somos casi invisibles en la historia o las ciencias porque son los hombres quienes ocupan los principales cargos de poder y prestigio. Ocupan la narrativa que cuenta, la de mayor valor. Incluso en la cocina: hay más cocineros que cocineras con fama, a pesar de ser las mujeres quienes, en general, se han encargado de alimentar a la humanidad a lo largo y ancho del mundo y de los siglos; las que han pasado recetas de madres a hijas. Las mujeres también ganan menos que los hombres por el mismo trabajo: ¿esa discriminación tiene que ver con la preparación o la inteligencia?  Parece que no, puesto que una mujer puede ser igual o más inteligente, creadora e innovadora que un hombre, y algunas, incluso, igual de fuertes (aunque esa cualidad sea una rémora del pasado que ya no debiera importar).  Por tanto, el hombre gana más por el simple hecho de ser hombre. Aunque la humanidad ha evolucionado, las ideas sobre el género siguen ancladas en el pasado. Y lo permitimos.
   
Hace no muchos años, el día en que al encargar un pedido especial para una celebración, el pescadero, con papel en mano, me preguntó para apuntarlo: «¿Señora de?», yo respondí que no era señora de nadie, sino Carmen Martínez Gimeno. Dueña de mi misma. Entonces ya tenía conciencia de que era feminista, a pesar de que no falten quienes se sientan incómodos cuando uso esa palabra. Muchas personas afirman defender los derechos humanos para no verse obligadas a pronunciar ‘feminista’. Pero es una trampa: defender los derechos humanos es un punto de partida; además, hay que tener la valentía de reconocer que han sido las mujeres, la mitad de la humanidad, quienes han sufrido exclusión solo por haber nacido con ese género o haberlo adoptado por propia decisión.

Yo soy feminista igual que soy zurda. Zurda nací y no consiguieron corregirme porque no supieron darme razones que me convencieran para relegar mi mano siniestra hábil en favor de la otra diestra mucho más torpe (de esa lucha enconada, saqué en limpio convertirme en ambidextra para algunas tareas, como hacer punto, conducir o utilizar el ratón del ordenador). Fui feminista antes de saberlo, en parte por la educación que recibí y en parte por las experiencias vividas en los distintos países en los que he tenido la suerte de pasar largas temporadas. La misma rebeldía que me mantuvo zurda me obliga a cuestionarme las cosas, a ser progresista y a defender la idea de que la igualdad de oportunidades, la igualdad de derechos y deberes, conduce a una sociedad mejor, más justa. Porque el feminismo no consiste más que en eso: en que cada cual pueda tomar sus propias decisiones y asumir las responsabilidades que le correspondan, siempre en igualdad y en libertad, prescindiendo de su género.

En 1851, Sojourner Truth, abolicionista afroamericana tras haber sufrido en propia carne la esclavitud, contestó del siguiente modo a un clérigo que se oponía a la concesión de derechos civiles a las criaturas desvalidas y físicamente débiles que eran para él las mujeres:

Ese hombre de ahí dice que las mujeres necesitan ayuda para subir a los carruajes o brincar zanjas, y que en todas partes se les ceden los mejores sitios. A mí nadie me ayuda a subir a los coches ni a saltar charcos y barro, ni me ofrece su mejor asiento… y ¿acaso no soy yo una mujer? […] ¡Mírenme! ¡Miren este brazo! […] Con él he arado, sembrado y recogido cosechas, sin ayuda de ningún hombre… y ¿no soy yo acaso una mujer? He sido capaz de trabajar  y ―cuando podía― de comer tanto como un hombre, ¡y también de aguantar el látigo! Y ¿acaso no soy yo una mujer? He traído al mundo trece hijos, y he visto como a la mayoría los compraban otros hombres para hacerlos esclavos, y cuando lloré a gritos mi duelo de madre, nadie más que Jesús me escuchó… Y ¿no soy yo acaso una mujer?  (Citado en History of Woman Suffrage, de Elizabeth Cady Stanton et al.,  vol. 1, pág. 116. La traducción del inglés es mía. Se pueden consultar los seis volúmenes que componen esta obra en varios sitios de internet).

Sojourner jamás aprendió a leer ni a escribir, y hablaba un inglés popular deficiente, pero fue capaz de alzar su voz en la Convención de Derechos de las Mujeres celebrada en Akron (Ohio, EE UU). Su pregunta «Ain’t I a woman?» («¿Acaso no soy yo una mujer?») corrió como la pólvora, convirtiéndose en un lema de la lucha por los derechos de las mujeres. Sojourner fue feminista mucho antes de saber lo que eso significaba, como tantas otras de nosotras. Como tantos hombres justos. Como debería serlo la sociedad entera.


Tres libros para acercarse al feminismo

Chimamanda Ngozi Adichie (2015), Todos deberíamos ser feministas, trad. de Javier Calvo, Barcelona, Penguin Random House. (Existe edición digital). Una visión actual que hace hincapié en la situación africana. Muy ilustrativo y sencillo de leer, como todo lo que escribe esta autora nigeriana.

Mary Wollstonecraft (1994), Vindicación de los derechos de la mujer, trad. de Carmen Martínez Gimeno, Madrid, Cátedra. Uno de los pilares de los estudios sobre feminismo, escrito en la Inglaterra de finales del siglo XVIII por una mujer adelantada a su tiempo, «en nombre de la razón e incluso del sentido común», según ella misma afirmó.

Kate Millett (1995)Política sexual, trad. de Ana María Bravo García y Carmen Martínez Gimeno, Madrid, Cátedra. Libro escrito a finales de los años sesenta en los Estados Unidos, en plena vorágine de movimientos reivindicativos encabezados por colectivos de estudiantes, mujeres y personas de raza negra. Sus planteamientos provocaron apasionados debates sobre muchos asuntos relacionados con el género que continúan vigentes.


La lengua destrabada
Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.  

  








6 comentarios:

  1. Magnífico artículo, Carmen. Voy a compartirlo.

    ResponderEliminar
  2. Carmen, no tengo el gusto de conocerte, pero me ha encantado el artículo. Viendo que nuedtra común amuga Mercedes Gallego lo ha compartido, te pido permiso para hacer lo mismo. Muchas gracias y un saludo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias, tocaya, por leer este artículo y compartirlo. Me alegro de que te haya gustado.
      Un cordial saludo.

      Eliminar
  3. Hola, Carmen. Me ha emocionado mucho tu artículo y lo he colocado en facebook. Gracias por tu sensibilidad y por hacerme sentir tan identificada. Enhorabuena y un saludo.

    ResponderEliminar