lunes, 11 de enero de 2016

Correctora de estilo

Correctora de estilo

Semanas atrás, mientras trabajaba en la corrección (léase reescritura) de un original complicado que había que entregar a la imprenta antes de las fiestas de diciembre, recibí un correo electrónico de una amiga y colega que decía: «¿Qué le habremos hecho?», y adjuntaba un enlace al artículo «Los días Hyde (1)», firmado por Pablo Moíño Sánchez y publicado en El Trujamán. Revista diaria de traducción. Picada mi curiosidad, abandoné por un rato el laberinto de palabras que me mantenía presa y leí el artículo. Mi conclusión al acabar fue que Pablo habría sufrido alguna mala experiencia, como nos ocurre a todos, antes o después, a lo largo de nuestra trayectoria profesional.

Sin duda, traducir es una labor extraordinariamente exigente que requiere pleno dominio tanto de la lengua fuente como de la lengua término. Requiere entender a la perfección lo que se lee en la lengua de origen y capacidad para expresarlo con  destreza en nuestra propia lengua. Cuando la persona a la que se traduce es contemporánea y está viva, es bastante habitual comunicarse con ella para resolver cualquier tipo de duda o incluso para tratar de corregir algún error o imprecisión que se detecte en el original. Pero si traducimos a un autor de otros siglos o ya desaparecido, no queda más remedio que compensar con nuestro esfuerzo y entendimiento su ausencia. Quien traduce siempre ha de tomar decisiones ―a menudo arriesgadas―, siguiendo las más de las veces la máxima que enseñaba el maestro García Yebra: limitarse a decir lo que dice el autor, no omitir nada del texto original y expresar su contenido del modo más cercano posible al que emplea el autor; esto es, se debe respetar su estilo (entendido como su modo característico de expresar ideas y escribir). No obstante, quien traduce también es escritor/creador y deja impronta en su producción no solo porque es imposible sustraerse de hacerlo, sino porque ninguna editorial aceptaría una traducción mal escrita en español aun cuando el texto en la lengua fuente presente imperfecciones sintácticas o estilísticas (a no ser que se trate de una edición crítica, en cuyo caso habría que justificar las decisiones alejadas de la norma culta en notas aclaratorias).

Por todo lo expuesto, comprendí al leerlas las palabras que dan inicio al artículo de Pablo:

Yo también he entregado una traducción tiritandito. Yo también he tecleado más de una palabra murmurando: «Esta te la quitan, ya ves si te la quitan» (porque a primera vista esa palabra no va ahí, porque yo tampoco la había puesto ahí en mi primera lectura, porque he tenido que pensar mucho y descartar mucho para poder poner ahí esa palabra). Yo también me he negado a peinarle las melenas a mi autor, y enseguida me he dicho por lo bajo: «Ya se encargarán otros de hacerlo, y te tocará pelear». Yo también he pensado, apretando los puños: «Van a creer que esto es una errata, y no lo es, no lo es». Y sin embargo…

Y sin embargo, algunos días trabajo para el enemigo.

¿Quién era ese enemigo capaz de deshacer de un plumazo la ardua labor de quien se ha pasado los días y sus noches traduciendo con tesón? Como no podía ser de otra forma, la persona designada por la editorial para corregir el texto del traductor una vez terminado y entregado. La persona que se encarga de verificar que la traducción (u original) no contraviene normas de estilo (esto es, que se ciñe a las reglas sobre el uso de mayúsculas y minúsculas, de los guiones o las abreviaturas, de los signos de puntuación, de la escritura de cifras, etc.) ni presenta fallos de gramática, de sintaxis ni de uso del lenguaje. De esa persona, Pablo opina en el artículo:

La primera en la frente: que alguien se haga llamar corrector inspira desconfianza. Yo diría lector, sin más, pero resulta que el nombre ya está cogido por los que evalúan manuscritos. (Mejor lector que rechazador, debieron de pensar, y el que venga atrás que arree). Ahora bien: que alguien se diga corrector no significa que pretenda cuestionar todo lo que haces, ni que se crea más listo que tú.

Un corrector trabaja una semana, a lo sumo dos, ¿tres?, con un texto que al traductor le ha llevado meses. El traductor conoce el texto mejor que nadie; el corrector no puede ni quiere negar verdad tan cristalina. Sucede, de todas formas, que a veces una lectura nueva, si es atenta e inteligente, puede descubrir cosas que al traductor le han pasado por alto. Porque atención e inteligencia se le suponen al corrector, igual que al traductor. Lo cual no impide que ambos puedan equivocarse a menudo.

Mis alarmas saltaron, quizá debido a que llevo tiempo corrigiendo tanto traducciones pésimas como originales pésimos que con frecuencia exigen un esfuerzo mayor que una simple traducción de primera mano. Cuando traduzco, igual que cuando reviso una mala traducción o efectúo una corrección de estilo a fondo de un autor que escribe en español, elaboro un archivo donde voy anotando y explicando las decisiones fundamentales que he tomado a lo largo de mi trabajo para que sirva de guía a quien corrija detrás; indico además los criterios de unificación y sistematización que he seguido. Es una cuestión de pura economía y con ello se evitan confusiones posteriores. En estos tiempos que corren, es fácil también hablar por teléfono o comunicarse por correo electrónico. Así no hay malentendidos y se saca el mejor partido al hecho indispensable de que varios pares de ojos corrijan un libro: la coordinación es la clave, y no es tan difícil lograrla.

Por supuesto, no todos los originales necesitan el mismo proceso de corrección. Hay traducciones tan bien escritas que solo precisan una ligera corrección ortotipográfica y el marcado para imprenta. Pero otros textos, sean traducciones u originales de escritores escasos en destrezas, han de someterse a un cuidadoso escrutinio que implica cotejo y corrección de estilo antes de entregarse a imprenta y continuar después con las correcciones de pruebas acostumbradas (al menos dos). Estas correcciones a fondo (a veces denominadas edición sustancial) suponen en realidad una reescritura del texto, y con frecuencia se convierten en una labor ímproba y nada agradecida. Una correctora de estilo (o editora) experimentada a la que se encarga una misión de tal envergadura ha de ser capaz de reconocer las figuras de discurso o los usos idiomáticos poco habituales, y no los tocará; también sabrá cuándo es preciso realizar cambios inexcusables y cuándo se ha de limitar a sugerirlos al traductor o autor. Una correctora experimentada siempre respetará el estilo que corrige, aunque no le guste o le resulte recargado o prosaico. Se limitará a hacerlo notar y consensuará los cambios pertinentes con quien le encargó el trabajo. En los muchos años que llevo en el oficio, no he conocido jamás una editora o responsable editorial que me haya reprochado ni exigido corregir mucho o poco un original: cuando me han elegido como correctora (o traductora), siempre han confiado en mi criterio profesional, dando por sentado que no me iba a dedicar a hacer cambios superfluos solo por dejar mi sello. Por las dudas que puedan surgir, aclaro que el término ‘editora’ es polisémico y hace referencia, por influencia del inglés, tanto a la persona que corrige estilo —esto es, realiza una edición sustancial de un texto— como a la responsable de un sello editorial que se encarga del proceso de publicación de un libro y lo coordina.

Pero volvamos al artículo de Pablo. En ese mundo ideal de traductores comprometidos y exigentes que parecía pintar, los correctores de estilo y ortotipográficos no se quedarían atrás en cualidades… ¡Despertemos, sin embargo, porque esa arcadia no existe! La mayoría, seamos traductores o correctores, cometemos errores por más que nos empeñemos en evitarlos. Y a veces se dan combinaciones perversas de mal traductor y mal corrector que arruinan un libro. Por suerte, a menudo una combinación de profesionales más acertada mejorará un original y lo convertirá incluso en una obra de arte. O por lo menos en  un libro digno de lectura.
    
Quienes llevamos media vida en esto de la edición de libros sabemos que con frecuencia la revisión de una mala traducción lleva meses: puede que incluso más tiempo y esfuerzo que a quien la realizó en primer lugar. ¿Por qué no se desecha y se parte de cero entonces? Ah, eso se debe a diversas consideraciones editoriales en las que no deseo detenerme: tiempo, presupuesto, compromisos adquiridos... Cada sello editorial es un mundo que gira sobre sí mismo y alrededor del astro mercado según sus propias reglas (Eppur si muove!). En algunas casas de edición (sobre todo de tamaño pequeño o medio), es la propia editora (la mayoría son mujeres) quien hace la primera corrección de estilo y marca el original para imprenta; en otras, la editora se limita a elegir colaboradores de su confianza y a coordinar la labor editorial. Y cada vez más el grueso de la corrección se externaliza. La traducción de originales siempre ha estado externalizada.

Solo la editora de un sello que decide contratar una corrección de estilo conoce el texto original que le han entregado y se da cuenta de sus carencias. Hay correctores de estilo capaces de encontrar agujas en pajares de gruesas palabras y hacer brillar a autores o traductores que tienen poco lustre de escritores. Pero la labor de una correctora es silenciosa, y nadie más que la editora que la contrató reconocerá su contribución. También el autor, desde luego, aunque tiende a olvidarse enseguida (por mi experiencia, cuanto peor escribe, más ínfulas se da). Por supuesto, el nombre de la correctora no aparecerá en los créditos una vez que se publique el libro. A menos que lo exija: yo lo hago cada vez más.

Vayamos a lo práctico: ¿en qué consiste en realidad el trabajo de una correctora de estilo? ¿Qué es eso de reconocer figuras de discurso y usos idiomáticos?, ¿qué es lo que se cambia  y qué lo que se respeta en un texto? Tal vez lo mejor sea que cada cual saque sus propias conclusiones con algunos ejemplos reales. Revisando en mis archivos, he escogido muestras de tres trabajos  recientes: la corrección de una traducción de un libro de historia; la corrección de un original académico; y la corrección de una novela recién publicada. Cada uno de los textos requirió un tratamiento específico. El tercero fue el de resultado más vistoso: de la extensa corrección llevada a cabo, he elegido un trozo en el que había un claro error de perspectiva narrativa —el contexto exigía un narrador omnisciente en tercera persona sin parte en el relato— que me obligó a reescribir. Omito títulos y autores por motivos obvios de secreto profesional.

1)
Texto original
Pero el homenajeado no estaba con ánimo de festejar. Pocas semanas antes un anarquista italiano había asesinado a la emperatriz Elisabeth (1837-1898) junto al Lago de Ginebra. Desde cualquier punto de vista un hecho sin sentido, puesto que la emperatriz austríaca no era precisamente una representante de importancia vital del «gran» mundo que él odiaba. Desde hacía años permanentemente huyendo de la corte, de las obligaciones para con ella, así como a la fuga de sí misma; sufriendo depresiones, con problemas de alimentación y edemas de hambre, se había hospedado en el hotel Beau Rivage de Ginebra bajo el seudónimo de «condesa de Hohenembs» cuando el autor del atentado, quien en realidad buscaba eliminar al pretendiente al trono francés, se enteró de la presencia de incógnito de Elisabeth poniendo fin a su vida con una lima.

Texto corregido
Pero el homenajeado no estaba con ánimo para festejos. Pocas semanas antes un anarquista italiano había asesinado a la emperatriz Isabel (1837-1898) junto al lago de Ginebra. Fue desde cualquier punto de vista un hecho sin sentido, puesto que la emperatriz austriaca no era precisamente una representante de importancia vital de ese «gran» mundo que el anarquista odiaba. Hacía años que Isabel huía de la corte y sus obligaciones tanto como de sí misma; sufría depresiones, problemas de alimentación y edemas por hambre, y se había hospedado en el hotel Beau Rivage de Ginebra bajo el seudónimo de condesa de Hohenems. Cuando el autor del atentando, que en realidad buscaba eliminar al pretendiente al trono francés, se enteró de la presencia de incógnito de la emperatriz, puso fin a su vida con una lima.  
2)
Texto original
Esta discusión se amplió al solicitarles los documentos Reales, o en su caso eclesiásticos, que sustentaran su fundación, vamos, las Constituciones que les dieron origen, el asunto se complicó pues muchas de ellas carecían de tales documentos, lo que provocó entonces resolver el asunto ordenándolas, para mantener solo aquellas que pudieron representar su origen Real, o eclesiástico.

Texto corregido
Esta discusión se amplió al solicitarles los documentos reales o, en su caso, eclesiásticos que sustentaran su fundación; esto es, las constituciones que les dieron origen. El asunto se complicó pues muchas de ellas carecían de tales documentos, lo que provocó que hubiera entonces que resolver el asunto ordenándolas para mantener solo aquellas que pudieron representar su origen real o eclesiástico.
3)
Texto original
Y, como un cobarde, pensó en quitarse la vida.
Todo el mundo está convencido de que cualquier suicida, lo que en realidad desea es no ser él mismo, sino otra persona completamente distinta a la que es. Pero, por raro que parezca, si le ofreces a alguien que va a suicidarse la oportunidad de cambiar su vida, de una manera aleatoria, por la de cualquier otro individuo, siempre te responde que no.
El juego consiste en meter el nombre de todas las personas vivas del planeta en un cesto y sacar uno al azar.
En ese momento dejarías de ser quien eres, desaparecerían tus recuerdos, tus ideas, tus sentimientos, todo, para pasar a ser los de ese otro y vivir su vida.
Podrías convertirte en cualquiera, desde el hombre más feliz del mundo hasta el más desgraciado.
Las posibilidades de éxito son grandes pero ¿son mayores que las de fracaso?
Un auténtico suicida ni siquiera se lo piensa. Su respuesta es no y, después de rechazar esa oportunidad, se corta las venas, o salta por una ventana, o se traga tres blisters de pastillas, o…
Fernando hubiera aceptado cualquier papel de aquel cesto. 

Texto corregido
Y como el cobarde que era, acarició la idea de quitarse la vida.
Como muchos, tenía el convencimiento de que lo que en realidad deseaba era no ser él mismo sino otra persona distinta por completo. ¿Y si antes de suicidarse le ofrecieran la oportunidad de cambiar su vida, de una manera aleatoria, por la de cualquier otro individuo? ¿Se prestaría al juego de meter el nombre de todas las personas vivas del planeta en un cesto y sacar uno al azar?
En ese momento dejaría de ser quien era, desaparecerían sus recuerdos, sus ideas, sus sentimientos, todo, para pasar a ser los de ese otro y vivir su vida. Podría convertirte en cualquiera, desde el hombre más feliz del mundo hasta el más desgraciado. Las posibilidades de éxito eran grandes, pero ¿eran mayores que las de fracaso?
No, Fernando no era un auténtico suicida porque se había parado a pensar.  Un auténtico suicida habría respondido no sin dudarlo y, después de rechazar esa oportunidad, se habría cortado las venas,  saltado por la ventana o tragado un buen montón de pastillas o…
Fernando hubiera aceptado cualquier papel de aquel cesto.

La corrección no es una ciencia exacta, sin embargo. Existe cierta subjetividad que tiene que ver en buena medida con el dominio del lenguaje y el bagaje cultural de quien corrige. Todos los correctores podemos ser corregidos, desde luego… y así llegaríamos al infinito y más allá. ¿Quién pone fin a este proceso?

Mientras en ratos libres escribía este texto, que ha ido avanzando a retazos, como un centón, mi colega y amiga me mandó un nuevo correo electrónico para anunciarme que Pablo Moíño Sánchez había publicado en El Trujamán un segundo artículo, «Los días Hyde (y 2)». Y, casualidades de la vida, en él hablaba del editor, señalándolo como el responsable final del proceso de edición. Pero su experiencia —a diferencia, en líneas generales, de la mía— no parece haber sido buena:

Que el editor sea el intermediario de la gratitud y las enhorabuenas de después («Dile a la correctora de mi parte que gracias, que ha hecho un trabajo estupendo», «Dile de mi parte al traductor que felicidades, que estaba todo limpísimo») es relativamente habitual. Bastante más raro —pero no imposible: a mí me pasó una vez— es que traductor y corrector se pongan en contacto antes. Que el editor los presente y el traductor le diga al corrector: ojo, te vas a encontrar con esto y esto, y yo lo he resuelto así; mira, yo creo que los mayores problemas del libro son este y este; oye, tengo dudas sobre lo que he hecho aquí y aquí y me vendría muy bien saber qué opinas.

Es la editora —insisto en el femenino porque en su mayoría, como ya he señalado,  son mujeres— quien reparte tareas, coordina y, en general, toma las últimas decisiones, a veces dando la razón a quien ha traducido y otras a quien ha corregido un original. Suele estar bien informada y conoce las prioridades. Y, como debe ser, ella tiene siempre la palabra final en cualquier disputa.

Pablo apunta:

En mis días Hyde me han tocado traducciones excelentes, buenas, regulares y malas. Lo que ha hecho el traductor con mis propuestas no lo sé, porque las editoriales no suelen regalar los libros al corrector («Quizá por eso los odiamos menos que ellos a nosotros», me digo, aunque sé que la semana que viene me tocará ser ellos). Tampoco podría asegurar, por otra parte, que el traductor haya visto mi trabajo: igual ha sido el editor el que me ha rechazado ese comentario que me llevó una hora, o peor aún: igual el editor me lo ha aceptado, pero sin preguntarle al traductor, que ahora estará cotejando el libro con su documento y maldiciéndome a mí. Así que, para ganar tiempo, voy maldiciendo al editor.

Por mi parte, yo no maldigo a ninguna de mis editoras. De todas he aprendido. También de mis compañeros correctores y de mis propios errores, que los ha habido, por supuesto. No obstante, sí reconozco que algunas veces me han sorprendido mis editoras al proponerme traducir sobre temas que no domino o corregir traducciones de lenguas que jamás me atrevería a traducir. Cuando sus motivos me han convencido y me he sentido capaz de alcanzar los resultados que se esperaban de mi trabajo, he aceptado; de lo contrario, he declinado el ofrecimiento. Nunca me ha gustado meterme en berenjenales de los que me cueste salir bien parada y sé bien que el dominio de la propia lengua es condición necesaria pero no siempre suficiente.  Por mi experiencia, me atrevo a añadir que en el mundo de la edición de libros los días Hyde y los días Jekyll acaban confluyendo hacia un mismo final, y que quien llega a poseer un dominio demostrable de su propia lengua, esa varita mágica que parece obrar milagros, acaba escuchando variopintas ofertas de trabajo. Y el paso a escritora a la sombra es tan fácil de dar…

Termino este centón sobre edición refiriéndome a la novela que estoy empezando a leer. Es Americanah, de Chimamanda Ngozi Adichie, traducida del inglés por Carlos Milla Soler (Literatura Random House, 2014). ¿Quién tenía que haberse percatado de los errores cometidos ―por lo demás tan habituales― en la cita que adjunto? Sin duda, el traductor se dejó influir por el texto original en inglés; si la hubo, la correctora de estilo no es ducha, desde luego, en la composición de diálogos; y la editora, como poco, no dedicó la atención necesaria al texto:

―Cariño ―dijo Kosi, abriendo la puerta antes de que él llegara. Estaba ya del todo maquillada, su tez resplandeciente, y él pensó, como tantas veces, que era una mujer hermosa, de ojos perfectamente almendrados, facciones de una simetría sorprendente. Lucía un vestido de seda arrugada muy ceñido al talle, que confería a su figura aspecto de reloj de arena. Obinze la abrazó, evitando con cuidado los labios, pintados de rosa y perfilados con un rosa más intenso.

Esta sería mi corrección:

―Cariño ―dijo Kosi, abriendo la puerta antes de que él llegara.
Estaba ya del todo maquillada, su tez resplandeciente, y él pensó, como tantas veces, que era una mujer hermosa, de ojos perfectamente almendrados y facciones de una simetría sorprendente. Lucía un vestido de seda arrugada, muy ceñido al talle, que confería a su figura aspecto de reloj de arena. Obinze la abrazó, evitando con cuidado los labios, pintados de rosa y perfilados con un rosa más intenso.

Y es que, por desgracia ―o suerte, según se mire―, una vez que el ojo se hace, los correctores/traductores/escritores no somos capaces de leer solo por placer: los errores saltan cual gazapos en el texto, atrayendo nuestra mirada sin que lo pretendamos. Esta es una profesión de mucha paja en el ojo ajeno, aunque a menudo las vigas en el propio no hagan daño. Por ello, y no me canso de repetirlo, son necesarias tantas personas y tantas miradas atentas para publicar un buen contenido: el libro solo es el vehículo.       


La lengua destrabada
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