martes, 23 de junio de 2015

Ortografía (I)

Perspectiva histórica


ortografíaPor tanto, avéis de saber que, quando yo hablo o escrivo, llevo cuidado de usar los mejores vocablos que hallo, dexando siempre los que no son tales.

Juan de Valdés, Diálogo de la lengua, c. 1535


Todas las lenguas poseen una ortografía, entendida como el conjunto de reglas y usos consensuados que rigen su sistema de escritura estándar. No se trata de una ciencia, sino de una herramienta gramatical cuyo objetivo es mejorar la escritura sistematizándola para que coincida con el habla y sea compartida y comprendida por todos los hablantes.

Del español actual se dice que es una de las lenguas más fonéticas que existen, con lo cual se quiere dar a entender que escribimos como hablamos, esto es, que cada signo escrito corresponde a un sonido y solo a uno, por lo cual cualquier hispanohablante es capaz de recoger por escrito lo que escucha sin dudar en las letras que debe emplear para ello.

Sin embargo, no siempre fue así. En los albores del castellano, la lengua carecía de fijeza y quienes sabían escribir recogían sus pensamientos con la pluma como buenamente se les ocurría. Coincidían en el habla y la escritura formas que representaban distintos estadios de evolución desde el latín y se tardó siglos en avanzar, eliminando arcaísmos y asimilando vocablos procedentes sobre todo del árabe por los muchos siglos de convivencia en las mismas tierras y también, en menor medida, del francés, debido a la afluencia de peregrinos galos que acudían a Santiago por Roncesvalles.

En el siglo XIII, el rey Alfonso X el Sabio se impuso la tarea de fijar la lengua castellana y acogió en su corte a juglares, historiadores y hombres de leyes y ciencia para que se dedicaran a componer en romance textos nuevos y otros de procedencia árabe y judía que antes traducían. Puede afirmarse que con la ingente producción de la corte alfonsí se creó la prosa castellana. El rey sabio fue el primero en recurrir sistemáticamente a emendadores del lenguaje, cuya labor consistía en revisar la ortografía para aplicar un criterio unificador a las obras producidas. El mismo rey parece que llegó a participar personalmente en la corrección de algunas de esas obras:

el Rey faze un libro, non por quel escriua con sus manos, mas porque compone las razones dél, e las emienda et yegua e enderesça, e muestra la manera de cómo se deuen fazer, e desí  escriue las qui él manda, pero dezimos por esta razón que él faze el libro (General Estoria, libro XVI, cap. XIII).

En nuestra historia de la lengua, se conoce como castellano drecho (esto es, «derecho», «correcto») el empleado por el rey Alfonso y su corte, que se correspondía en lo básico con el lenguaje de Burgos, pero también tenía en cuenta el de Toledo y el de León. La regularización ortográfica alfonsí perduró hasta el siglo XVI y fue la más utilizada para transcribir los sonidos del castellano. Sin embargo, por lo que se sabe hasta ahora, dicha regularización ortográfica se limitó al uso de las letras, prescindiendo de la puntuación.

En 1492, mientras Cristóbal Colón creía navegar con sus tres carabelas rumbo a las Indias, salió a la luz la Gramática castellana de Antonio de Nebrija, que dedicaba a la ortografía una de sus partes. Nebrija, desechando el sentir extendido por entonces de que la lengua vulgar, aprendida en el hogar de boca de la madre, no necesitaba la misma reglamentación filológica que se empleaba en la enseñanza de las lenguas cultas (el latín y el griego), fue el primero de nuestros hombres de letras en aplicar los paradigmas de la gramática clásica al castellano. Su propósito queda de manifiesto en el prólogo dedicado a la reina Isabel la Católica: «lo que agora i de aquí adelante en él se escribiere, pueda quedar en un tenor i entenderse por toda la duración de los tiempos que están por venir».

Ese mismo anhelo de entendimiento, de universalidad, movió a los eruditos que en siglos posteriores fueron dando a la imprenta sus estudios gramaticales. En el siglo XVI se completó la unificación de la lengua y es entonces cuando comienzan a considerarse sinónimos español y castellano. A Nebrija le siguieron, entre otros, Juan de Valdés, quien en su Diálogo de la lengua (c. 1535) pretendió reglamentar los usos con un criterio no siempre irrefutable pero atinado en muchos casos de duda; Cristóbal de Villalón, cuya Gramática castellana (1558) ya recogió signos de puntuación (párrafo, punto, coma, colum, vírgula, paréntesis, interrogante y cessura); Bernardo de Aldrete, que en su Origen y principio de la lengua castellana (1606) logró intuir bastantes de las leyes fonéticas por las que se había regido el paso de los sonidos latinos al castellano; y Gonzalo Correas, quien además de reunir un extenso Vocabulario de refranes y frases proverbiales (1627), propuso diversas modificaciones ortográficas, recogidas en su Tratado de Ortografía Castellana (1630). Por su parte, Sebastián de Covarrubias compuso el Tesoro de la lengua castellana, o española (1611) en un intento de investigar el origen de las palabras del español siguiendo el modelo establecido por san Isidoro de Sevilla en sus Etymologiae latinas (612-621), según él mismo reconoce en su prólogo.

Lo escrito se consideraba la norma por antonomasia de una lengua y, por tanto, todos los que se acercaron al estudio del español compartieron el mismo objetivo: fijar su escritura, del mismo modo que existía una escritura fija para el latín y el griego. Por esta razón, la ortografía floreció desde los albores del castellano/español en tratados que al principio se circunscribieron a la escritura de las letras, pero después pasaron a interesarse también por la acentuación de las palabras, la puntuación, el uso de las abreviaturas e incluso de las mayúsculas. En lo referente a la ortografía de las letras, ha de destacarse el empeño que pusieron los gramáticos desde Nebrija en relacionar fonema y grafía ―esto es, sonido y su representación―, ciñéndose en la escritura al criterio fonológico y dejando como complementarios el criterio del uso y el etimológico.

El español no se encontraba en un periodo de auge, sino de declive, cuando en 1713 se fundó la Real Academia de la Lengua por iniciativa de Juan Manuel Fernández de Pacheco, siguiendo el modelo instituido por el cardenal Richelieu en 1635 para la Academia francesa. Desde su origen, la Real Academia se marcó como meta prioritaria la elaboración del diccionario de la lengua española más amplio posible, pero para acometer semejante tarea la primera labor fue fijar de nuevo y modernizar la ortografía, pues el sistema fonológico había cambiado con el paso del tiempo, pervivían usos duplicados de algunas letras y había ciertas vacilaciones debidas a la introducción en los siglos anteriores de grafías latinizantes. Según Emilio Cotarelo y Mori, las innovaciones más importantes en cuanto a ortografía fueron:

acabar con la absurda confusión de la b, la v  y la u estableciendo en primer lugar  la diferencia entre estas dos últimas, haciendo siempre vocal la u y consonante la v; y luego fijar los casos en que debía emplearse con preferencia a la b y viceversa. Establecer diverso empleo de la z y la ç escribiendo z entre dos vocales (azada, destrozar) y ç después de consonante (arçon, trença). Uniformar también el empleo de la x con sonido de j, acordando que las voces que proceden de otras que tienen s (simple o doble) y ps  se escriban con x (xabon) y las que tengan en la original c, p, l, i, con j. Se adoptaron reglas acerca de la h, de la doble ss, de la q o la c y de la ch y q; reglas todavía imperfectas e indecisas, por no atreverse a romper con el uso establecido. Y más extraño es todavía que en la discusión habida (13 de febrero de 1722) sobre la ll prevaleciese, por votación, el criterio de considerarla al igual del latín como dos letras, aunque con sonido especial y propio de una sola. Es el caso más declarado de la tiranía latina. («La fundación de la Academia Española y su primer director D. Juan Manuel F. Pacheco, marqués de Villena», Boletín de la Real Academia Española, año I, t. I, abril de 1914, cuaderno II, p. 120).

Estas reglas de ortografía se aplicaron al Diccionario de autoridades ―conocido de este modo, aunque no era su título, por los ejemplos que ilustran las voces y publicado en seis volúmenes entre 1726 y 1739―, que se considera el acta fundacional de la Academia y supuso un gran avance respecto a sus precursores. Aunque el diccionario académico no nació con fines normativos, su transcendencia, el prestigio de la institución y el favor que gozaba del rey acabaron confiriéndole tal carácter, que ha conservado a lo largo de los siglos hasta la actualidad en sus sucesivas ediciones, ya sin citar «autoridades» en la definición de las palabras.

En el tomo V del diccionario (aparecido en 1737), se definía del siguiente modo la orthographía:

s. f. El arte que enseña a escribir correctamente, y con la puntuación y letras que son necesarias, para que se le dé el sentido perfecto, quando se lea. Es voz Griega, que significa recta escritura. Latín. Orthographía. ANT. AGUST. Dial. de Med. Pl.23. Por las medallas se sabe la orthographía verdadera de muchos nombres propios de Romanos.

En 1741, dos años después de la publicación del sexto y último tomo del mismo diccionario, vio la luz la primera edición de la Orthographía española elaborada por la Academia, donde se desarrollaba lo establecido por ortografistas y gramáticos anteriores, respetando el criterio fijado desde Nebrija (a su vez,  heredado del latino Quintiliano) de «escribir como se pronuncia», pero también se prestó atención a la etimología y el uso, estableciendo una jerarquía: la ortografía de la Academia se guiaba por la pronunciación en los casos de letras que no presentaban dudas; cuando no había diferencia de pronunciación para grafías distintas (por ejemplo, g, j y x o b y v), se regía por la etimología y cuando se desconocía el origen de la palabra, se atenía al uso habitual para escribirla. Así fue como se sentaron las bases de nuestra ortografía moderna.

Más de quince ediciones de la obra se han publicado desde entonces, siempre con miras a alcanzar la unidad idiomática. En la segunda edición, aparecida en 1754, cambió el título a Ortografía de la lengua castellana, renunciando al criterio etimológico con la eliminación de la ph de origen griego en favor de la f castellana. En la edición de 1803 entraron por vez primera en el alfabeto español como letras unitarias e independientes los dígrafos ch y ll, que a partir de ese momento pasaron a ordenarse aparte.

Unidas a los procesos de independencia de los países latinoamericanos, surgieron algunas propuestas de reforma ortográfica que aspiraban a simplificar la escritura del español. Las más conocidas son las de Andrés Bello (Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar i unificar la ortografía en América, Londres, 1826) y Domingo Faustino Sarmiento (Memoria sobre la ortografía americana, Santiago de Chile, 1843). Ambos reformistas pretendían facilitar el aprendizaje de la ortografía suprimiendo la h, la u acompañante de la q y la g, la y, que debería ser i, la k, la v y la z. Parte de sus ideas fueron recogidas en la reforma ortográfica que aprobaron Chile, Ecuador, Colombia, Venezuela, Nicaragua y Argentina, con lo cual se creó una disparidad ortográfica en el idioma español que perduró hasta 1927.

En 1952 la RAE publicó las Nuevas normas de prosodia y ortografía con el objetivo manifiesto de preservar la unidad de la lengua escrita en todos los países hispanohablantes frente a la diversidad de la lengua oral. En pocas palabras, se propuso evitar que pronunciaciones divergentes de la norma castellana (como el ceceo, el seseo, el yeísmo y demás) se introdujeran en la lengua escrita. Al definir además la ortografía como el conjunto de normas que regulan la representación escrita de una lengua, se asumió también la fijación del uso de las letras mayúsculas y minúsculas, de los acentos, de los signos de puntuación o de las abreviaturas. La tilde de las partículas a, o, e, u se había suprimido ya en la reforma del sistema acentual de 1911 y en esta nueva revisión se retocaron algunas otras (se suprimió, por ejemplo, el acento en asimismo), dejando además al libre albedrío tildar o no ciertas palabras (este, ese, aquel, solo). Sin embargo, la Asociación de Academias de la Lengua Española, que reunía a todas las latinoamericanas nacidas tras la independencia, tardó en aprobar las Normas porque deseaba una reforma ortográfica de mayor calado.

Ese tren reformista se perdió sin remedio, aunque sí se logró un impulso consensuado y la participación de todas las academias de la lengua española del mundo para la elaboración de la Ortografía de la RAE aparecida en 1999, que presentó interesantes novedades al reconsiderar problemas ya tratados a lo largo de la historia como, por ejemplo, la reducción de los grupos -ps y -pt en los helenismos, que a partir de entonces recomendó ―pero no obligó a― volver a escribir completos a fin de equiparar esta grafía a la del resto de las lenguas cultas.  De este modo, psicología volvía a ser la «ciencia de la mente» (psique y logos) y no sicología, la «ciencia de los higos» (sykon y logos), como tanto se habían quejado los filólogos. Asimismo, tras casi doscientos años considerándolas letras, en esta Ortografía la Academia devolvió su carácter de dígrafos a la ch y la ll, con lo cual se reintegraron en el orden alfabético que les correspondía, esto es, en la c y en la l. Además, por petición de varias Academias americanas, se regularizó el uso de la tilde en las formas verbales incrementadas con pronombres (diome las gracias; olvidose de todo; cósele el botón) y en los diptongos e hiatos (chiita; aúllan; día; dehesa; reúnen; jesuita; construido), que desde entonces siguen en todos los casos las reglas generales de acentuación.

La edición más reciente de la Ortografía es la de 2010, también consensuada con la Asociación de Academias de la Lengua Española. Entre las novedades más importantes que introdujo, está la exclusión definitiva del abecedario de los signos ch y ll, puesto que, como se ha señalado, no son letras sino dígrafos, esto es, conjuntos de dos letras o grafemas que representan un solo fonema. Por consiguiente, el abecedario del español actual consta solo de veintisiete letras. Además se suprimió la tilde en palabras con diptongos o triptongos ortográficos (guion, truhan, fie, liais, etc.) para unificar su pronunciación como monosílabas (aunque muchos hispanohablantes las pronuncien como bisílabas) y se eliminó definitivamente la tilde diacrítica en el adverbio solo y los pronombres demostrativos, incluso en casos de posible ambigüedad, en virtud de las reglas generales de acentuación. También se establecieron nuevas normas para el uso de los prefijos, incluido el prefijo ex, que recibe el mismo trato que los restantes, y se suprimió la tilde diacrítica de la conjunción o entre cantidades, puesto que ya no existe el riesgo de confusión que la aconsejaba. Por último, se equiparó el tratamiento ortográfico de los extranjerismos y los latinismos, incluidas las locuciones.

En el estado actual de nuestra ortografía, la gran mayoría de los hispanohablantes somos capaces de escribir correctamente el nombre de la capital de España como Madrid aunque escuchemos a un madrileño pronunciar Madrí, a un catalán pronunciar Madrit o a un castellanomanchego pronunciar Madiz. Del mismo modo, aunque en la tienda pidamos una docena de güevos, en nuestra lista de la compra habremos escrito huevos como es debido. Sin embargo, hay letras que siguen creando confusión y discordia. El español es una lengua casi fonética: casi, así, subrayado, debido sobre todo a las dificultades que crean la h, la b y la v, pero también en menor medida  la ll y la y, la x, la g y la j.

Abundan las reglas de ortografía para evitar los errores de bulto, pero muchas de ellas no son fáciles de recordar y siempre hay excepciones que también hay que memorizar: «Todos los verbos terminados en -bir  y -buir se escriben con b, menos hervir, servir y vivir»,  aprendimos de pequeños. Sus compuestos y derivados siguen la misma regla: escribimos, pues, convivencia y distribuidor; hervidero y servicio; prohibición y sobreviviente. «Todas las  palabras terminadas en -aje  se escriben con jota, menos ambages, enálage e hipálage, aprendimos también, y había que hacer un alarde de memoria para recordar esas dos últimas palabras que jamás habíamos utilizado ni escrito. La lista de reglas ortográficas podría seguir y seguir, y no niego su utilidad cuando somos capaces de tenerlas en mente. Sin embargo, para aprender ortografía, es decir, la escritura correcta de las palabras, lo más importante es la memoria visual, que se ejercita leyendo no cualquier cosa, sino buena literatura. 

Conocer el origen de las letras conflictivas y el motivo por el cual se escribe, por ejemplo, huele pero olor, huevo pero ovario, huérfano pero orfanato también ayuda a fijar la escritura correcta de esas palabras para no volver a dudar jamás ni confundirnos al emplear adición adicción, por añadir otro ejemplo de doble consonante que puede llevar a error. Pero es tema demasiado largo que trataré en la siguiente entrada de este blog. Por hoy termino con una cita de uno de mis poetas favoritos que no habla de ortografía en sí sino del buen uso del lenguaje, lo que sin duda facilita una buena escritura:  

«¡Pobrecito!» dicen los mayores cuando ven a un niño que llora y se queja de un dolor, sin poder precisarlo.  «No sabe dónde le duele». Esto no es rigurosamente exacto. Pero ¡qué hermoso! Hombre que mal conozca su idioma no sabrá, cuando sea mayor, dónde le duele, ni dónde se alegra. Los supremos conocedores del lenguaje, los que lo recrean, los poetas, pueden definirse como los seres que saben decir mejor que nadie dónde les duele. (Pedro Salinas, Aprecio y defensa del lenguaje, Puerto Rico, primera edición, 1944).


La lengua destrabada
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