martes, 24 de marzo de 2015

¡Leemos! Un libro a la carta

un libro a la carta
Pintura de Henri Martin
Un día sin leer es un día perdido.

                                       Amanda


Hace cosa de año y medio acudí al Programa INDIS de la Fundación Tomillo en Majadahonda para charlar con los niños sobre mi novelita Viruta, invitada por la antigua directora del centro, Mónica Rouanet. Fue una experiencia tan interesante y entretenida que para este curso nos inventamos una nueva actividad, que Mónica tituló «Libro a la carta». La idea era que yo iría escribiendo poco a poco una nueva novelita sobre la que los niños opinarían y dibujarían, ayudados por sus profesoras Lorena e Isa. Además, cuando me hicieran alguna sugerencia atractiva durante mis visitas, yo la introduciría en la trama.

Elegí como punto de partida para la narración un relato que había escrito años atrás para mis hijos y sobrinos, pero lo reescribí por completo. Inspirándome en una experiencia personal durante un viaje con mi pareja por el Istmo de Tehuantepec en Oaxaca (México) en el que avistamos un ovni, trataba de dos niñas amigas, Ana y Teresa, que son abducidas por una bola de luz.

El primer capítulo de «Niños en la luna» empieza así:

Dibujo de Amanda
Cuando Ana terminó de contar la terrible historia del gato cojo, todos los presentes estaban tan asustados que buscaban pretextos para marcharse. Les vino de maravilla que Lucía dijera:
―Yo me tengo que ir a casa. Se me había olvidado que hoy vienen a cenar unos amigos de mis padres.
―Te acompaño ―ofreció enseguida Diego, levantándose para coger su bicicleta.
Al comprobar que los demás también se habían puesto de pie uno a uno y recogían sus cosas, Ana se enfadó:
―¡No pensaréis marcharos todos! Habíamos quedado en prender una hoguera y aguantar aquí hasta la medianoche.
―Pero hemos cambiado de idea ―contestó David, algo malhumorado―. Nos has aburrido con tus tontos cuentos que no le gustan a nadie y nos queremos ir.
―¡Ja, no te creo! Lo que pasa es que tenéis miedo ―se burló Ana―. Sois unos cobardes y ni siquiera os atrevéis a reconocerlo, porque además sois unos mentirosos.
Nadie quiso responder a sus provocaciones. Ana no se dio por vencida.
 ―No hace falta que sea hasta la medianoche, solo un ratito más. Hasta que oigamos a las lechuzas y veamos brillar sus ojos en la oscuridad. Son verdes, ¿no os parece interesante? Os puedo contar mientras tanto la historia de la diosa Minerva, que se representa con una lechuza. Esa no es de miedo.
―Otro día ―se disculpó Teresa―. Hoy todos tenemos cosas que hacer.
Dibujo de Sanaa
―Luego dirás que eres mi mejor amiga ―se quejó Ana―. No me esperaba esto de ti, porque a ver qué tienes tú que hacer a estas horas…
―La maleta, guapa. Ya sabes que me voy a Irlanda.
―¡Pero si todavía faltan tres días! ―exclamó Ana antes de añadir, casi suplicando―: Anda, quédate tú al menos.
Teresa negó con la cabeza, dijo no sé qué entre dientes y se montó enseguida en su bicicleta.
―¡Eh, esperadme! ―gritó a los demás, que ya avanzaban pedaleando hacia el camino de tierra en dirección a la carretera que conducía al pueblo.
Ana estaba furiosa. «Son unos asquerosos miedicas», pensó mientras se tumbaba debajo de una encina de tronco enorme. Tanto tiempo preparando esta excursión, con el trabajo que les había costado conseguir permiso para volver tan tarde, y al final todos se habían rajado. «Miedicas», repitió para sí, porque no había nadie más con quien hablar. Tampoco encontraría a nadie si volvía a su casa, pues su padre no paraba de trabajar y apenas lo veía. «Si tuviera madre…», se le ocurrió pensar, «madre», repitió, aunque no sabía bien qué significaba eso, porque había perdido a la suya cuando era tan pequeña que no se acordaba. «Bah, quién quiere una madre, con lo pesadas que son; no dejan hacer nada y son chillonas», se contestó enseguida, contentándose con las  ventajas que suponía su vida. No, no se podía quejar: no le faltaba de nada y su padre le daba permiso para hacer casi cualquier cosa… ¿como quedarse en el Campo del Lobo completamente sola? Tal vez eso no, pero no estaba en casa para echarla de menos, así que daba igual.
Opìnión de Anastasia

Los niños leyeron los primeros capítulos que les mandé  y me recibieron entusiasmados cuando fui a visitarlos. Me habían hecho dibujos preciosos; tenían curiosidad sobre cómo avanzaría la trama y algunos me propusieron ser ellos los protagonistas. En algo estuvieron todos de acuerdo: les había gustado más que nada un personaje, Moli, pero me pidieron que fuera perra en lugar de perro. Así que su dueña Ana, una de las protagonistas, pasó desde ese momento a tener una perra lista y gruñona que a punto está de meterla en dificultades en más de una ocasión: 
Dibujo de José Luis

Hubo suerte, porque al abrir la puerta solo las recibió Moli, que se puso a ladrar como una loca al contemplar la figura al rojo vivo que acompañaba a su ama. Ana fue derecha a la cocina para abrir el frigorífico y sacar a manotazos todo lo que había en él.
―Aquí no tendrás calor ―dijo, ayudando a Am a meterse dentro―. Estarás bien fresquita.
―Oh, Am fresquita, sí, fresquita…
La voz de la selenita era ahora solo un hilito que apenas se parecía a la potente de Ana.
Un coche acababa de llegar. Se oyó el rugido del motor y luego nada. Estaba aparcando.
Ana cerró el frigorífico de golpe y se puso a ordenar como pudo el montón de comida que había arrojado al suelo, mientras Moli ladrada y brincaba a su alrededor.
―¡Cállate, tonta! ―le ordenó, intentando echarla de la cocina―. Me vas a delatar.
―¡Qué es todo este desastre! ―exclamó su padre cuando entró en la habitación―. ¿Me puedes explicar qué ha pasado aquí?
―Nada, papá ―disimuló Ana, corriendo a darle un beso y colgarse de su cuello para ganárselo con sus arrumacos―. Es que me he puesto a arreglar el frigorífico y me he liado un poco… Ya estoy terminando de recoger. De verdad, enseguida acabo. Es que como me dices que me estoy haciendo mayor, quería ayudar…
Su padre la observó fijamente. Luego habló:
―Claro, y Moli ladra tanto porque también se está haciendo mayor. ¿Qué es lo que has metido ahí dentro?

El padre de Ana se sorprende al abrir el frigorífico y encontrar dentro la gorra de su hija, aunque no percibe lo más importante. En cambio, los niños lectores, a estas alturas del capítulo 4, saben que debajo de la gorra está una habitante de Gaom, el satélite que nosotros llamamos Luna; saben que es invisible en el frío y rojísima cuando se calienta y han estado presentes mientras aprendía a hablar como si fuera el eco, después de que a Ana y su amiga Teresa se las tragara, en mitad de la noche, una bola de luz que apareció en el Campo del Lobo:

Dibujo de Daniel
―¿Hay alguien ahí? ¡Ayuda!
No hubo respuesta.
Teresa insistió, chillando con voz de pito:
―¡Socorro! ¡Necesitamos ayuda, estamos perdidas!
Les pareció escuchar entonces como un murmullo lejano, y Ana repitió a gritos:
―¿Hay alguien ahí?
Una voz igual que la de Ana respondió:
―¡Ahí… ahí… ahí…!
―¿Ves como sí hay alguien? ―se alegró Teresa y aulló, levantando la cabeza, como un lobo en lo alto de una colina―: ¡Estamos aquí!
Una voz igual que la suya repitió al momento el aullido:
―¡Aquí… aquí… aquí!
―Es el eco ―se percató decepcionada Ana―. No te hagas ilusiones. No hay nadie.
―No, no, te equivocas ―lloriqueó Teresa―. Nos han oído y ahora mismo vienen. No podemos darnos por vencidas tan pronto. ¡Ayudaaaa!
―¡Ayuda… ayudaaaa… aquí! ―repitió la voz del eco.
Un momento: ¿era el eco?, se preguntó Ana con sorpresa:
―¿Desde cuándo el eco añade palabras a lo que repite? Vas a tener razón, Teresa: aquí hay alguien.
Y esta vez las dos amigas escucharon que una voz muy cercana, igualita a la de Ana, decía claramente:
―Alguien, alguien, aquí.
Teresa y Ana miraron a su alrededor sin conseguir ver a nadie entre la niebla que resplandecía.


Opinión de Sana
Enseguida descubrirán que son dos selenitas ¿Y qué hacen en la Tierra? De momento, los niños lectores saben que han viajado en una bola de luz, pero los motivos todavía no se han revelado.  Cuando al avanzar los capítulos Uv y Am se separan y vienen de Gaom a buscarlas, la trama se divide entre lo que ocurre a Ana y Am, que buscan la ayuda de Aura, especialista en ovnis, y lo que ocurre a Teresa, que está en un campamento en Irlanda donde conoce a Erik. Allí recibe la visita inesperada de Uv y unos acompañantes tenebrosos:

Erik dejó de hablar porque el corazón se había vuelto color rojo sangre y palpitaba, lanzando destellos de fuego. Lo estaba observando admirado,  cuando una bola de luz inmensa apareció entre la niebla.  Como Teresa pensó que era la nave de Am y Uv, en lugar de asustarse, se encaminó hacia ella en cuanto se posó en el suelo. Erik, atónito ante lo que veían sus ojos, se quedó atrás. De la bola de luz surgieron unas figuras imponentes que cortaron el paso a Teresa. Erik corrió a su lado y una de las figuras lo empujó contra un árbol. Teresa volvió a llorar sin saber qué hacer.
―No miedo, no miedo ―dijo una figura más pequeña que surgió entre las demás gigantescas, retirando parte de la gruesa tela refulgente que la cubría para dejar al descubierto un pañuelo de lunares rojos que parecía flotar en el aire.
―¿Eres Uv? ―gimió Teresa.
―Sí, Uv se pone el pañuelo ―fue la respuesta―. No miedo, no miedo.
―¿Dónde está Am? ¿Cómo es que ahora te veo? ¿Quiénes son estos otros? ―preguntó muy nerviosa Teresa.
Pero Uv no había pasado el tiempo suficiente en la Tierra y no había aprendido las palabras necesarias para responder a todo eso y tampoco supo explicarle que las grandes figuras eran adultos de Gaom que la acompañaban porque ya no se fiaban de ella. Solo era capaz de repetir con su misma voz como el eco:
―No miedo, no miedo…

Dibujo de Akkram
Tras superar diversas vicisitudes, las dos selenitas Am y Uv logran encontrarse al fin en el Campo del Lobo; una quiere regresar a Gaom y la otra no. Ana, Teresa, Erik y Aura serán quienes las ayuden a tomar una decisión y viajan con ellas a Asturias en busca de los nudos de amor, que tal vez sean su salvación ¿Qué pasa después? ¿Cómo termina la historia de amistad interespacial que se cuenta en «Niños en la luna»? Ya he mandado los últimos capítulos a mis niños lectores y espero que los estén disfrutando.

Todavía no me he reunido con ellos ni he visto sus caras alegres al enseñarme los dibujos y hacerme toda clase de preguntas, tan difíciles de responder a veces. ¿Les habrá gustado el final? ¿Les habrá sabido a poco el relato o ya estarán cansados? No, todavía no me han comentado qué es lo que más recuerdan ni he podido revelarles el último secreto, aunque creo que alguno ya se lo imagina: desde el comienzo, los verdaderos protagonistas han sido ellos, pues en ellos he pensado al escribir. No hay libro si no hay lectores, y este ha tenido los mejores, los más entregados. Yo me he limitado a intentar mantener su entusiasmo y a animarlos a pensar mientras leían.

Amanda, una de las niñas lectoras, dijo en una de mis visitas las palabras que abren este texto y ahora repito: «Un día sin leer es un día perdido». Ahí es nada. 

No cabe añadir nada más. Me siento agradecida y bien recompensada.

Dibujos de Matías y Anuar



miércoles, 4 de marzo de 2015

Don Quijote en mi escritura

Don Quijote en mi escritura
En 2014 se cumplió (que no celebró) el IV centenario de la publicación en Tarragona, en casa de Felipe Roberto, del conocido como Quijote de Avellaneda, escrito por un tal licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de la villa de Tordesillas, de quien no se tenía noticia de ninguna otra obra anterior. La novela se tituló Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha, que contiene su tercera salida: y es la quinta parte de sus aventuras (los textos en rojo remiten a ediciones digitales). En el prólogo quedaban claras las intenciones del autor: 

Como casi es comedia toda la historia de don Quijote de la Mancha, no puede ni debe ir sin prólogo; y así, sale al principio desta segunda parte de sus hazañas éste, menos cacareado y agresor de sus letores que el que a su primera parte puso Miguel de Cervantes Saavedra y más humilde que el que segundó en sus Novelas, más satíricas que ejemplares, si bien no poco ingeniosas.
No le parecerán a él lo son las razones desta historia, que se prosigue con la autoridad que él la comenzó y con la copia de fieles relaciones que a su mano llegaron ―y digo mano pues confiesa de sí que tiene sola una; y hablando tanto de todos, hemos de decir dél que, como soldado tan viejo en años cuanto mozo en bríos, tiene más lengua que manos―; pero quéjese de mi trabajo por la ganancia que le quito de su segunda parte.

Muchas son las suposiciones sobre el autor de este Quixote nada cervantino pero ninguna se ha podido probar. Lo único cierto es que el tal licenciado Fernández de Avellaneda aprovechó la fama de la que ya gozaba el Ingenioso Hidalgo nueve años después de ser publicado para dar a la imprenta una segunda parte que ya se presagiaba al término de la primera: «La tercera vez que salió de su casa [don Quijote] fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas que en aquella ciudad hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor y buen entendimiento». El verso del Orlando furioso que servía de colofón: «Forse altri canterà con miglior plettro» (Quizá otro cantará con mejor plectro) era una invitación —sin duda tan artificiosa como cuando Cervantes se quejaba de ser mal poeta («Yo que siempre me afano y me desvelo / por parecer que tengo de poeta la gracia que no quiso darme el cielo»)— a tomar la pluma.

 Y Fernández de Avellaneda no vaciló en cantar, plectro en mano, no sin antes aclararse  la voz en el prólogo de la continuación que dio a la imprenta:  

Sólo digo que nadie se espante de que salga de diferente autor esta segunda parte, pues no es nuevo el proseguir una historia diferentes sujetos. ¿Cuántos han hablado de los amores de Angélica y de sus sucesos? Las Arcadias, diferentes las han escrito; la Diana no es toda de una mano. Y pues Miguel de Cervantes es ya de viejo como el castillo de San Cervantes ―y por los años tan mal contentadizo que todo y todos le enfadan, y por ello está tan falto de amigos, que cuando quisiera adornar sus libros con sonetos campanudos, había de ahijarlos, como él dice, al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda, por no hallar título quizás en España que no se ofendiera de que tomara su nombre en la boca, con permitir tantos vayan los suyos en los principios de los libros del autor de quien murmura, ¡y plegue a Dios aun deje, ahora que se ha acogido a la Iglesia y sagrado!― conténtese con su Galatea y comedias en prosa, que eso son las más de sus Novelas: no nos canse.

Estaba en lo cierto Fernández de Avellaneda al afirmar que en la Antigüedad clásica y la época medieval la autoría no había gozado de unos límites bien definidos y que eran muchos los que bebían de textos de otros para componer los propios. La copia a mano de los textos originales para su difusión favorecía esa autoría desdibujada en la que muchos podían meter su cuchara sin recibir reproches. En latín, la palabra plagium (proveniente del griego plágios, que significa oblicuo, desviado) se empleaba para designar la apropiación indebida de esclavos ajenos o la compra de un hombre libre a sabiendas de que lo era para utilizarlo como esclavo. Por tanto, un plagiarius era un ladrón de esclavos, alguien capaz de comprar o vender a un hombre libre como esclavo, hasta que Marcial (siglo I d.C.), en uno de sus epigramas, comparó sus poemas con esclavos manumitidos y acusó de plagiarius (secuestrador) a un poeta rival, que había recitado los poemas como propios.  

No fue hasta finales del siglo XV cuando surgió el concepto de derechos de autor, impulsado por la difusión de la imprenta. La ciudad de Venecia fue la primera en crear un sistema de concesión de privilegios o derechos de monopolio para la impresión de ciertos libros, y de inmediato esta práctica sobre derechos de publicación exclusivos se extendió a otros países, hasta convertirse en algo habitual en la Europa de los siglos XVII y XVIII. Sin embargo, se trataba de un asunto entre el impresor y el monarca, que se distribuían las ganancias generadas por los libros impresos bajo licencia, pero rara vez suponía ingresos para el autor que había creado y vendido su obra al impresor. Tampoco lo protegía del plagio.   
   
En la época de Cervantes, los plagiarios podían ser objeto de cierta censura moral, pero carecía de consecuencias legales. ¿Fue plagio lo que cometió Fernández de Avellaneda? Él mismo terminaba el prólogo de su novela quijotesca afirmando:  

En algo diferencia esta parte de la primera suya, porque tengo opuesto humor también al suyo; y en materia de opiniones en cosas de historia, y tan auténtica como ésta, cada cual puede echar por donde le pareciere, y más dando para ello tan dilatado campo la casilla de los papeles que para componerla he leído, que son tantos como los que he dejado de leer. No me murmure nadie de que se permitan impresiones de semejantes libros, pues éste no enseña a ser deshonesto, sino a no ser loco; y, permitiéndose tantas Celestinas —que ya andan madre y hija por las plazas—, bien se puede permitir por los campos un don Quijote y un Sancho Panza a quienes jamás se les conoció vicio, antes bien, buenos deseos de desagraviar huérfanas y deshacer tuertos, etc.

Cervantes debió de montar en cólera al enterarse de que esta Segunda Parte que no había salido de su pluma estaba ya en letras de molde y conseguía lectores, pero no se   resignó. Respondió como mejor sabía: apresurando la escritura del texto en el que ya estaba trabajando y metiendo dentro de él esta novela que no era suya como un elemento más, con lo que la trama ganó en complejidad, pero sin descubrir el nombre verdadero del impostor por no darle mayor fama o acaso porque no lo supo. Así, cabría afirmar que ambos escritores se influyeron mientras libraban una batalla literaria, de cuyo vencedor,  tras el paso de los siglos, no quedan dudas.

Desde el punto de vista legal, no es fácil demostrar un plagio. Incluso cuando existe coincidencia de ideas, si se expresan con palabras diferentes, no se consideran copiadas. Menos aún cuando varían el punto de partida o la conclusión. Ni cuando se emplea la obra de otro indicando las fuentes.

A veces, cuando se bebe de un escritor clásico de todos conocido, más que de plagio, se trata de un homenaje:

Los galeotes eran doce hombres a pie, unidos a una gruesa cadena de hierro por los cuellos, además de llevar esposadas las manos. Los acompañaban dos guardas a caballo y dos más a pie, provistos de escopetas de rueda, dardos y espadas. Además, sabiendo la suerte que habían corrido el caballero y otros infelices viajeros asaltados por los bandidos, habían esperado la llegada de una cuadrilla de la Santa Hermandad para que los custodiara mientras cruzaban los cerros en los que se habían hecho fuertes. Sus miembros, vestidos de paño verde y luciendo los distintivos que les correspondían según la categoría que ocupaban en la institución, tenían facultad para perseguir, aprehender y juzgar a los delincuentes, así como para ejecutar sentencias incluso de muerte cuando se trataba de reos que habían cometido su delito en despoblado. Como esta circunstancia era de dominio público, no abundaban los salteadores que se atrevieran a hacerles frente, por lo cual pasaron las temidas gargantas sin más contratiempo que el calor asfixiante, redoblado por la necesaria lentitud con la que se desplazaban debido a los grilletes que atosigaban a los galeotes. Cuando habían recorrido un par de leguas, la cuadrilla se despidió, afirmando que se adelantaba para asegurar el camino por Sierra Morena.
De este modo, prosiguieron su torpe avance sin que sucediera nada digno de mención, hasta que les salió al paso, lanza en ristre, un individuo entrado en años, desgarbado, seco de carnes y de rostro enjuto, vestido con una armadura abollada y tocado con un casco singular, caballero en un rocín tan flaco que apenas parecía aguantar su peso. Llegaba acompañado de un labriego de rostro mofletudo y barba cerrada que cabalgaba en un burro no mucho mejor que la montura de su amo. Marie y la beata se hallaban lejos de la cadena de galeotes y no pudieron escuchar lo que dicho individuo le preguntó a los guardas, pero vieron que a continuación se dirigía hacia uno de los presos, luego pasaba al siguiente, y así sucesivamente hasta llegar al cuarto, hombre de rostro venerable y barba larga que se echó a llorar. Como el quinto condenado tenía la voz bronca, a Marie y la beata les llegaron algunas de sus palabras:
—Este hombre honrado va condenado por cuatro años a galeras ―oyeron que explicaba.
Algo replicó el labriego barrigudo que no lograron entender, y les pareció que el galeote le respondía, entre otras cosas, que el anciano iba a galeras por alcahuete y por hechicero.
Siguió una larga plática del caballero que no alcanzó a sus oídos, ni la respuesta del anciano, quien al terminar lloró de nuevo con desconsuelo. A continuación el caballero se puso a hablar con el siguiente preso, y así prosiguió interesándose por cada uno hasta que llegó al último de la fila, que era un hombre más bien joven y agraciado, aunque bizqueaba un poco. Iba más atado que los demás con una cadena en el pie que se le liaba por el cuerpo y le impedía todo movimiento de las manos. Las dos jóvenes escucharon cómo los guardas revelaban al de la armadura que dicho individuo había cometido más delitos que los demás juntos e iba con tantas prisiones porque temían que se les escapara. Lo habían condenado a diez años en galeras, lo que suponía la muerte civil. El galeote tenía facilidad de palabra y declaró que estaba pasando a papel su vida, por lo cual no le importaba su condena porque allí tendría tiempo de completar su libro.
—Hábil pareces —repuso el caballero de la armadura.
—Y desdichado —respondió el galeote—, porque siempre las desdichas persiguen al buen ingenio.
—Persiguen a los bellacos —intervino uno de los guardas.
El galeote se incomodó con dichas palabras y profirió algunas amenazas, ante lo cual el guarda alzó la vara para darle su merecido, pero el caballero se puso en medio y evitó los golpes, manifestando a continuación:
—De todo cuanto me habéis dicho, hermanos carísimos, he sacado en limpio que aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que vais a padecer no os dan mucho gusto y vais a ellas muy de mala gana y muy en contra de vuestra voluntad.
Y prosiguió con razones semejantes, enumerando los delitos de cada uno, para concluir pidiendo a los guardas que los desataran y dejaran marchar en paz.
El guarda de mayor rango respondió:
—¡Donosa majadería! ¡Bueno está el donaire con el que ha salido al cabo del rato! ¡Los forzados del rey quiere que le dejemos, como si tuviéramos autoridad para soltarlos, o él la tuviera para mandárnoslo! Váyase vuestra merced, señor, norabuena su camino adelante, y enderécese ese bacín que trae en la cabeza, y no ande buscando tres pies al gato.
―¡Vos sois el gato y el rato y el bellaco! —respondió el caballero.
Con estas palabras, arremetió contra él lanza en ristre y lo derribó malherido al suelo. Como los demás guardas no esperaban tal acontecimiento, no reaccionaron a tiempo y, cuando quisieron ponerle remedio, los galeotes habían aprovechado la ocasión para romper las cadenas. La revuelta se logró porque el labriego contribuyó a soltar al último preso, quien quitó la espada y la escopeta al guarda caído y, apuntando con ella sin dispararla jamás, consiguió que los restantes huyeran por el campo, perseguidos por las pedradas que sus compañeros de cadena les lanzaban.
Marie y la beata habían contemplado la asombrosa escena escondidas tras unas peñas, desde donde también fueron testigos de la pelea que se desató a continuación entre el caballero libertador y los galeotes, que primero lo lapidaron junto con su escudero y luego, una vez derribado a tierra bajo el manto de piedras, lo apalearon. Al labriego lo dejaron en cueros y, tras repartirse los despojos de la batalla, cada cual se fue por su lado para escapar de la Santa Hermandad, a la que sin duda los guardas darían aviso de lo ocurrido.

Este texto pertenece al capítulo 9, «La beata, el caballero andante y los galeotes», de mi novela La historia escrita en el cielo. Es fácil apreciar que se trata de una reelaboración del conocidísimo pasaje de los galeotes escrito por Cervantes que tantas veces escuché leer a mi padre durante mi infancia y adolescencia. Él tenía una edición del Quijote como libro de cabecera, y tanto nos hablaba de la novela que cuando la estudié primero en el colegio y después en la carrera —con mucho detenimiento, pues cursé una asignatura dedicada por entero a Cervantes—, me pareció que, dejando aparte los elementos formales y la erudición académica, poco más de la enjundia que no nos hubiera desvelado mi padre podría yo extraer. He seguido siendo lectora asidua del Quijote, del que poseo diferentes ediciones, y por eso, cuando escribía mi novela, ambientada en el siglo XVII, con una protagonista que se ve obligada a salir a los caminos cual «dama andante», me pareció natural hacer que tropezara con el Caballero de la Triste Figura. Y esto es lo que pasa tras la suelta de los galeotes:

Marie y la beata salieron de su escondite con ánimo de socorrer a quienes habían recibido tan cruel castigo de manos de los malhechores que habían liberado. Cuando se acercaban, escucharon que el caballero declaraba a su escudero:
—Siempre, Sancho, lo he oído decir, que el hacer bien a villanos es echar agua en la mar. Si yo hubiera creído lo que me dijiste, yo hubiera excusado esta pesadumbre; pero ya está hecho; paciencia, y escarmentar para desde aquí adelante.
Tan maltrechos y ensimismados se hallaban que no se habían percatado de la presencia de las dos jóvenes. Marie estaba a punto de presentarse, cuando una voz le recomendó que no lo hiciera:
—Dejadlos solos para que se laman sus heridas en paz y armonía ―manifestó el anciano galeote de la larga barba, que se la mesaba sentado en una roca pelada—. No debéis mezclaros en su historia, pues ya la escribe Cide Hamete Benengeli, autor arábigo y manchego, y vos no tenéis parte en ella.
Ahora que lo contemplaba de cerca, Marie pensó que su rostro le resultaba conocido.
—¿No sois vos Catafilo, el  judío errante que conocí en el Monte de las Ánimas? —le preguntó cuando cayó en la cuenta.

Es este anciano Catafilo, personaje apenas trascendente en la novela de Cervantes, quien se convierte en otro crucial para la trama de la mía… Y  así continúa girando la rueda de la noria literaria.

Beber de escritores fallecidos hace siglos, sean grandes o pequeños, cuesta poco, pues, como tantas veces se ha repetido, los muertos son de trato fácil. Sin embargo, planteo esta cuestión: ¿qué sucedería si se me pasara por la imaginación, cual otra Fernández de Avellaneda, escribir una segunda parte con las aventuras de Hércules, protagonista también manchego de Los pelícanos ven el norte de Pablo de Aguilar González?, ¿qué si me negara a dejar morir a Violeta, personaje que da título a La pintora de estrellas de Amelia Noguera, y me propusiera escribir una segunda parte para concederle una vida feliz?, ¿y qué si osara salvar con mi pluma al escritor condenado de Nunca dejes de bailar de Carmen Grau para permitirle conocer a su hijo que ya estará a punto de nacer?     

Termino con un apunte más sobre la palabra «plagio»: si en México alguien te dice llorando que le plagiaron a su hijo o a su esposo, se refiere a que lo secuestraron. Como en tantos otros casos, en América se ha conservado esa acepción antigua de la palabra, procedente del latín, como secuestro para obtener un rescate, mientras que a este lado del océano se ha perdido. Aquí plagio, por suerte, no significa más que copia o imitación fraudulenta de una obra ajena.

¿Quién es culpable y quién inocente?



La lengua destrabada
Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.