PENAS vio el hombre al niño, abrió la puerta que acababa de cerrar y empujó dentro a Angelina. En la habitación repleta de cajas de cartón ordenadas en estanterías metálicas, buscó una sábana blanca y envolvió el cuerpecito amoratado y desnudo de la criatura que ya apenas se quejaba. Angelina no paraba de mecerla, tratando de infundirle el calor que le faltaba.
—¿No sabías que podías dar a luz en un hospital sin arriesgarte? ¿Cómo te encuentras tú? —preguntó el hombre, acercando una silla para que Angelina se sentara.
—El niño no es mío. No más lo encontré.
El hombre la observó incrédulo, y Angelina relató atropellándose cómo había dado con él por casualidad.
—Entonces, tú no necesitas atención médica, solo el bebé.
Angelina asintió con la cabeza. El hombre llamó a Urgencias y pidió una ambulancia.
—Tan chiquito y abandonado al nacer —susurró Angelina.
—Tú no eres su madre, ¿verdad? —insistió el hombre—. Te cuidarán si lo necesitas, igual que a él. ¿Le has dado ya de mamar?
Angelina negó con la cabeza.
—¿No tienes leche? Ponlo al pecho y verás como se agarra. Será la mejor medicina.
Angelina volvió a negar con la cabeza a la vez que declaraba:
—Bien quisiera darle su alimento, pero no es mío, ya le dije.  
—Entonces, el bebé te debe la vida, pues quien lo abandonó lo condenó a muerte. Si encuentran a la madre, puede ir a la cárcel. ¿No sabes quién es?
No dio tiempo a que contestara. A lo lejos se escuchó el ulular de una sirena que se aproximaba. Angelina sintió tal temor que se levantó de un salto, entregó el niño al hombre y corrió hacia la puerta para desaparecer antes de que los médicos vestidos de naranja llegaran. De inmediato auscultaron al recién nacido y lo llevaron a un hospital donde lo metieron en una incubadora. En su ficha habían escrito:

Varón de posible origen latinoamericano. Padre y madre desconocidos. Peso: 3,10 kilogramos. Talla: 48 centímetros. Grupo sanguíneo: B+. Resumen del estado neonatal: Normal.

Fue la noticia de la noche en los medios de comunicación, que entrevistaron a los médicos y al hombre que lo había recogido. Pero de Angelina nadie sabía nada. Muchos supusieron que era la madre y había inventado la historia del parque para encubrir su abandono. Ajena a estos acontecimientos, Angelina vagó un par de horas por las calles antes de tomar el último tren del metro, pues quería asegurarse de que nadie la vería cuando llegara a la casa y se deshiciera de la ropa manchada guardándola en su maleta. Iba a ser la última noche que dormiría en el sofá; al día siguiente se marcharía porque ni siquiera podría entregar a doña Charito los diez euros que había ganado cantando en el metro esa mañana: estaban guardados en la bolsa rosa con cuya cinta había atado el ombligo del niño. Pero no le pesaba. Si se había salvado, merecía la pena haber perdido el dinero.
Apenas pudo dormir, rumiando lo sucedido y sin nadie a quien poder confiarse. Daba vueltas y más vueltas en el sofá, cuando antes de que despuntara el día una de las ecuatorianas se acercó para preguntarle si ya había conseguido empleo.
Angelina musitó que no.
—Mi compañera tuvo que ausentarse por una semana. Si quieres, puedes ocupar su lugar. El sueldo es bueno, no más que el trabajo es pesado, pues doblamos turno.
Angelina se levantó al punto, y en escasos minutos estaban tomando el metro. Mientras le iban explicando en qué consistiría su trabajo en el hotel al que se dirigían, a una de las ecuatorianas le llamó la atención el titular de un periódico que acababa de dejar en el asiento un pasajero al apearse: «SALVADO UN RECIÉN NACIDO DE UNA MUERTE SEGURA». Debajo aparecía la foto de un bebé de abundante cabello oscuro durmiendo en una incubadora de hospital.
La sorpresa de Angelina pasó inadvertida a sus compañeras, que fijaron su atención en la noticia.
—Pobre de la mamá —comentó una—. Habría de ser muy malvada o estar enloquecida de desesperación para abandonar así a una criatura indefensa.
—Miren, acá explica que su salvadora desconocida le ató el cordón umbilical con la cinta de una bolsita de tela rosa que contenía diez euros —relató la que leía.
—Yo creo que sí era la mamá —opinó otra.
A Angelina se le escapó un no tajante que tuvo que explicar:
—¿Por qué iba a hacer eso? No se entiende.
—Ay, muchachita, la vida es más dura de lo que crees. La mamá tal vez está enferma o fue obligada a entregar al bebé sin padre porque se vende en la calle —expresó una.
Otra añadió:
—Quién sabe, a lo mejor lo dio porque es inmigrante sin papeles ni marido que la quiera ayudar. Tal vez ni siquiera tiene un trabajo para alimentarlo. Le dejó los diez euros como regalo al hombre a quien lo entregó.
—Acaso fuera toda su fortuna…
—Escuchen, muchachas, viene la descripción de la joven: «Mediana estatura, piel morena, delgada, cabello oscuro, sin ninguna marca física especial. Vestida con pantalones y camiseta».
—Igualita que tú, Angelina —bromeó una de las mujeres.
—O que yo —intervino otra, distrayendo a tiempo la atención de todas.
Qué corta resultó la semana con trabajo fijo y comida caliente. Las largas horas de limpieza en las habitaciones y los pasillos del hotel acabaron, y Angelina se encontró de nuevo sin más ocupación que cantar en el metro. Sin embargo, ese domingo no logró dar con sus compañeros músicos y decidió pasar la tarde en el parque, oliendo la hierba, mirando el cielo y observando a la gente que paseaba.
Pero el tiempo se torció. Primero fue el olor a tormenta y después llegaron unas cuantas gotas aisladas, gruesas, calientes, que desaparecían absorbidas al tocar el ávido suelo. Un rayo resquebrajó el firmamento, y la gente corrió a resguardarse, pero Angelina permaneció tumbada en el césped: estaba muy a gusto para cambiar de planes por tan poca cosa. Una gota le aterrizó en la nariz, salpicándole la cara y provocándole risa. Era una sensación agradable que le hizo evocar la infancia, cuando acompañaba a su abuela a vender bebidas en la encrucijada donde se detenían los autobuses. Los esperaban tapadas con un plástico amarillo y salían a la lluvia a ofrecer su mercancía. A nadie parecía importarle mojarse más que a los conductores, a quienes tocaba subirse al techo de los vehículos a desatar y entregar el equipaje a los viajeros que habían llegado a su destino. Recordaba bien cómo una vez, bajo un fuerte aguacero, uno de ellos lanzó desde arriba una bicicleta y un cerdo, que rodaron pendiente abajo mientras los campesinos que eran sus dueños se afanaban por alcanzarlos corriendo detrás. El estallido de un trueno la apartó de sus pensamientos. La lluvia se había ido intensificando y comenzaba a empaparle la ropa. No había más remedio que buscar un lugar para cobijarse. Se levantó con desgana y se dirigió hacia el toldo de una terraza. Tenía dinero, así que podía sentarse a beber algo mientras escampaba.
—Te pilló el chaparrón —comentó el camarero cuando se acercó a atenderla, mientras limpiaba la mesa con la bayeta que en otro tiempo había sido blanca.
Pidió un refresco y una ración de patatas fritas. Se daría ese capricho, ya que por fin había saldado su deuda con doña Charito y hasta le quedaba dinero para pagar dos semanas más de estancia en la casa.
El camarero había encendido la televisión, y Angelina vio asombrada cómo entrevistaban a una chica que afirmaba haber encontrado al bebé abandonado en el parque del Retiro. Le dio un vuelco el corazón. La chica parecía sincera al explicar que había huido porque no tenía papeles y había temido que la policía la expulsara. Daba la cara al fin para que no la siguieran buscando.
Habló a continuación el hombre a quien ella había entregado al bebé:
—Ninguna de las chicas que han aparecido hasta ahora es la verdadera salvadora del recién nacido. Ella sabrá por qué se oculta, pero quiero que sepa que puede recurrir a mí si se encuentra en dificultades.
Angelina no sabía si creerlo.
Cuando llegó a casa de doña Charito, Marcela la mexicana, a quien la dueña estaba ayudando a secar su abundante melena, le informó:
—Ay, chiquita, de buena se libró mi jefe cuando no te contrató. Fíjate que la policía lo interrogó bien feo y le hizo mostrar los papeles de todas sus empleadas. Diz que porque la madre del niño abandonado trabaja en un club.
—¿Vieron la de salvadoras que le salieron al pobrecito? —intervino doña Charito.
—Sí, pero la policía a quien busca es a la madre.
—Y esa no se muestra. Sabe que no le iría bien. Pero las otras aprovechadas aparecen hablando bonito, con su modito dulce, y piensan que van a engañar a todos.
Angelina calló. Recordó que había guardado la tarjeta del club en la bolsa junto a los diez euros y pensó que esa sería la pista que seguía la policía. ¿Y si la encontraban? No, tenía razón Marcela, a quien buscaban era a la madre verdadera, y de eso ella no sabía nada.
—Bueno, mi hijita, ya se ganó su buena platita, pero se le acabó el quehacer. Dígame, ¿ha pensado en qué va a ocuparse? —se interesó doña Charito—. Ya vio que no es tan sencillo encontrar trabajo acá.
—Sí, sí, no tenga cuidado. Ya me dieron razón de unas direcciones donde necesitan ayuda —mintió para aplacarla Angelina.
Al día siguiente madrugó y salió a la calle cuando los porteros recogían los cubos de basura y limpiaban los portales. Fue preguntando uno a uno calle abajo si sabían de alguien que buscara empleada doméstica, como le habían recomendado que hiciera las ecuatorianas, pero todos le respondían lo mismo, que si tenía referencias.
—No, señor —replicaba con una mezcla de dulzura y tristeza.
Ella no tenía de eso, ni siquiera sabía de qué se trataba.
Menos mal que le ofrecieron limpiar las escaleras de dos portales contiguos. Empezaría al día siguiente y cobraría a final de mes. Más animada, reanudó la búsqueda. «Se necesita dependienta con experiencia», leyó en un cartel colocado en el escaparate de una tienda de modas. Dependienta era vendedora, pensó, y vender sí sabía. «¡Traigo tortillas blanquitas, marchantita!», pregonaba de pequeña con su abuela en el mercado. «¡Ororuz para la panza, ulmaria para el corazón!», repetía una y otra vez cuando ofrecían las hierbas curativas que recogían de la montaña. «¡Barato, marchantita, barato!», animaba a las compradoras indecisas. Sí, sabía vender, así que entró decidida en el establecimiento.
Una joven esbelta, vestida de negro, le preguntó:
—¿Puedo ayudarte?
—Vine por el anuncio.
—¿El de dependienta? —pareció extrañarse la joven, mirándola de arriba abajo—. Aún no ha llegado la encargada. Tendrás que volver más tarde.
Angelina sugirió que la esperaría, y la joven replicó que quizá tardara, pero ante su insistencia la dejó junto al mostrador para reanudar con sus compañeras la labor de colocar la ropa de los anaqueles y las perchas. Las clientas comenzaron a gotear. Entraban, apenas saludaban, desdoblaban prendas, escudriñaban aquí y allá, parecían sopesar las cualidades de una tela o un corte, incluso acababan probándose algo, pero al final la mayoría se marchaba sin comprar ni despedirse. Transcurrida casi una hora llegó una mujer de cabello rubísimo y ojos muy pintados. Angelina se figuró de inmediato que era la encargada porque la joven que la había atendido se dirigió hacia ella y cuchichearon unas palabras mientras la observaban.
—Buenos días —la saludó cortante, con el tono de alguien acostumbrado al mando—. Me dice Laura que querías verme para el puesto de dependienta.
Angelina iba a contestar, pero apenas había abierto la boca cuando la encargada continuó hablando:
—¿Tienes experiencia en ventas?
—Sí, señora —se apresuró a replicar Angelina—. Vendí hartas cosas allá en mi país.
—¿Sabes de ordenadores? —prosiguió su examen la encargada.
Angelina vaciló unos instantes antes de afirmar:
—Ay, señora, disculpe, no entendí a la primera la palabra que dijo, pero ahorita sí sé qué me pregunta, porque en este ratito me fijé en el trabajo de las muchachas, eso de los ordenadores, ¿no es cierto? Acomodar las prendas cada cual en su lugar para que luzcan bonito. Sí, señora, creo que sabré hacerlo.
La encargada la miró con estupor.
—No me refería a ordenar ropa, sino a este aparato —replicó, dando una palmada a la pantalla del ordenador que había en el mostrador—. Ya veo que no tienes ni idea de para qué sirve.
—No, señora, pero puedo aprender...
—¿Tienes permiso de trabajo? —continuó impasible el interrogatorio.
Angelina intentó ganársela:
—Eso sí, señora. Mi abuelita me dio su permiso para trabajar hace harto tiempo; desde chiquita yo la ayudo en sus...
La carcajada incontenible de las dependientas interrumpió sus palabras.
—Lo que te pregunta es si tienes papeles —le explicó con condescendencia una de ellas.
Era eso, siempre lo mismo. Los malditos papeles de nuevo. Sintió vergüenza al contemplar las caras burlonas de las que por un momento creyó que llegarían a ser sus compañeras de trabajo. Cuando se dirigía hacia la salida, una le sostuvo la puerta y le sugirió:
—Ve al mercado. Allí dan algún trabajo sin pedir documentación; ya sabes, los papeles.
Y siguió su consejo. Esta vez hubo suerte: el dueño de un supermercado le propuso limpiar el horno de los pollos asados. Angelina aceptó, y de inmediato se puso el delantal y los guantes para comenzar la tarea. La grasa lo impregnaba todo, y había restos de carne chamuscada incrustados en las parrillas. «Frotar y aclarar, ese es el quid de la cuestión», había indicado el dueño, pero por más que se afanaba, el quid se le resistía y no lograba acabar con la suciedad pringosa.
Tardó dos horas largas en conseguir que las paredes del horno recuperaran su brillante color acerado y el cristal fuera transparente de nuevo. El dueño le pagó lo convenido y ya estaba a punto de marcharse cuando la llamó de nuevo por si quería llevar la compra a la casa de una señora:
—El chico que se encarga no ha venido. La señora te dará una propina cuando acabes.
Angelina cargó las bolsas en un carrito y acompañó a la señora por las calles hasta llegar a su piso, donde fue siguiendo sus indicaciones para colocar cada cosa en su sitio mientras ella, sentada en una silla, doblaba meticulosamente las bolsas de plástico vacías y las guardaba con muchas otras en una cesta.
Cuando la despidió en la puerta, le entregó dos euros:
—Aquí tienes, guapa, para que te tomes algo a mi salud.
Eran casi las dos cuando salió a la calle. Devolvió el carrito al supermercado y luego buscó un banco para contar el dinero que había ganado: veinte euros. No estaba mal. Y todavía quedaba mucho día por delante. Comería algo y se iría a cantar con los músicos.
Los encontró en la estación de Sol, pero no parecieron alegrarse con su llegada.
—Ah, chiquita, usted se aparece y desaparece como se le da su gana —le espetó uno.
—No, yo ya les avisé de que hoy venía —protestó Angelina.
—Pues fíjese que ya encontramos cantante —intervino otro—. Es que usted era muy desobligada.
—Ya viene el tren —avisó un tercero, y todos se metieron dentro, dejando a Angelina en los andenes.
Los escuchó anunciar la melodía y los primeros acordes, pero luego los ecos se perdieron en los túneles. Y ahora qué, en qué empleaba el resto del día. No podía andar de vagabunda ni tampoco quedarse en la casa de doña Charito. Cantaría de todos modos, aunque fuera sola, decidió. Pero le dio miedo. Bueno, pues recorrería los pasillos hasta que encontrara a alguien que quisiera acompañarla. En uno largo que enlazaba varias líneas había tres subsaharianos vendiendo discos y pañuelos mientras otro tocaba unos pequeños tambores. Se acercó tímida y le preguntó si podía cantar con él. El hombre le contestó con una sonrisa de blanquísimos dientes y unas palabras incomprensibles. Angelina le devolvió la sonrisa y se alejó. Seguiría buscando. De debajo de unos cartones surgió una figura demacrada y sucia que se abalanzó hacia ella:
—Guapa, dame algo —le exigió insolente con un fétido aliento de dientes podridos mientras intentaba agarrarla.
Angelina se soltó de un manotazo y echó a correr.
—¡Por lo menos un beso, so guarra...! —le oyó gritar con voz ronca.
Resolvió probar suerte en la calle. «Preciados», leyó al salir al exterior, buen lugar. Ahí solía haber músicos y mimos callejeros. Le sorprendió como siempre la multitud de viandantes y se distrajo contemplando los escaparates repletos de cosas cuya existencia y utilidad desconocía. En la puerta de unos grandes almacenes había un chico con gafas oscuras tocando el acordeón. Le gustó tanto su música que se acercó para hablarle.
—Eh, qué haces —dijo una voz a su espalda.
Era una niña rubia, vestida con una larga falda fruncida, que la miraba con ojos inquisidores.
—No más quería preguntarle una cosa.
El joven habló con la niña en una lengua desconocida.
—Di a mí qué quieres —indicó la niña.
—Nada más saber si puedo cantar con él.
—¿Cantar con él? —repitió la niña.
—Io habla poquito españolo, mi hermana sí —intervino el chico.
Angelina les explicó que sabía muchas canciones. Para demostrarlo, entonó a media voz:

Ábreme la puerta vida,
ábreme la puerta sol,
que me salvé de milagro
del mar de la perdición.

—Me encanta mucho —la alabó el joven, y luego continuó hablando en su lengua.
—Mirja no conoce canción, no sabe tocarla —aclaró su hermana.
—Dile que no más me siga —propuso Angelina.
Retomó la canción, y sonó la música del acordeón. Aunque desafinaron por falta de compenetración, algunos transeúntes se detuvieron y echaron monedas al sombrero que la niña pasaba. Iban a interpretar otra canción cuando la niña gritó unas palabras incomprensibles y tiró del brazo de su hermano, escabulléndose entre la gente. Angelina los vio desaparecer entre la marea humana, mientras una pareja de policías le indicaba:
—Circule, por favor, circule.
Sintió miedo y obedeció, pensando en regresar al cabo del rato. Pero cuando lo hizo ya no los encontró. Se había quedado sin su parte de las ganancias.
La limpieza de las escaleras resultó mucho más sencilla y descansada que la del horno, aunque también consistía en frotar, pero esta vez con una fregona, que ya sabía utilizar. Como a las diez de la mañana ya había terminado, siguió preguntando de portal en portal y consiguió otro más del que ocuparse, además del consejo de una portera de que comprara un periódico donde aparecían muchos anuncios de servicio doméstico. Las siguientes semanas se dedicó a llamar por teléfono para concertar entrevistas, pero no lograba que la contrataran porque no tenía experiencia en llevar casas ni sabía cocinar.
—Pero sé cuál es el quid —afirmó en una de ellas por si así le iba mejor.
—¿Ah, sí? —respondió la señora divertida ante su extraña salida—. ¿Y cuál es?
—Frotar y aclarar. Ese es el quid.
Entonces la pusieron a limpiar los cristales, los baños y el salón, pero al final tampoco le dieron el empleo porque a la señora le pareció que era demasiado lenta. Y cuando estaba a punto de cumplirse el mes de limpieza de las dos primeras escaleras, los porteros le anunciaron que la echaban porque los inquilinos se habían quejado de su falta de higiene. Angelina reclamó el dinero que le debían, pero la amenazaron con avisar a la policía para que la expulsaran del país por ilegal y por venir a quitar el pan de la boca a los españoles que no tenían trabajo.
Angelina se marchó a la carrera y no fue a limpiar el tercer portal. Para qué, si al final la tratarían igual.
Las lágrimas se le agolparon en los ojos. «¿Y ahora, abuelita?», se preguntó abatida. No tenía nada, ¿de qué iba a vivir? Recordó que conservaba el billete de avión para la vuelta y sintió cierto alivio. Esa era la solución: regresaría a Guatemala cuanto antes. Bien se lo había recalcado su abuelita cuando se despidieron: «Lo que acá dejas siempre será tuyo. No te aflijas si allá no te acomodas. Nada más regrésate». Eso iba a hacer, puesto que este Nuevo Mundo no le abría sus puertas. No, estaba claro que no era para ella, tan chiquita y tan sola, entre tanta gente despiadada. Recogería sus cosas y se iría al aeropuerto a aguardar que saliera el primer avión para su país. Iba absorta en sus pensamientos, cuando le pusieron una mano en el hombro. Angelina se giró.
—¿Me recuerdas…?
No pudo escuchar el final de la frase porque echó a correr. La alcanzaron en un semáforo en rojo. Una mano fuerte la retuvo del brazo:
—Preciosa, de nada sirve huir. No hay de qué asustarse. Conmigo ganarás mucho dinero si te portas bien.

© Carmen Martínez Gimeno


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Capítulo 4
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Capítulo 8
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Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15