miércoles, 27 de febrero de 2013

Los usos del participio


 Neptuno, tomada por los ciudadanos
El participio es la tercera de las formas no personales del verbo. Se diferencia de las otras  dos, infinitivo y gerundio, en que posee género y número: cortado/cortados; cortada/cortadas. El único uso en el que el participio permanece invariable es en la formación de los tiempos compuestos con el auxiliar haber: hemos salido; he salido. La terminación –do caracteriza a los participios regulares, pero hay tres verbos que tienen además un participio irregular: freír: freído y frito; imprimir: imprimido e impreso; proveer: proveído y provisto.
En el español actual solo existe el participio pasivo, también llamado pasado o de perfecto. El participio de presente que abundaba en la antigüedad ha desaparecido y solo quedan algunos restos fosilizados de su anterior valor verbal: no obstante; Dios mediante (también existía, por ejemplo, no embargante, muy utilizado por el rey Felipe II en su correspondencia). Son vestigios además de ese participio de presente multitud de adjetivos como causante, proveniente, procedente, atacante, saliente, cantante, existente, todos ellos invariables en cuanto al género: la voz cantante; el batallón atacante; las naranjas procedentes de Murcia; el ministro saliente.
Algunos de esos adjetivos también pueden ser sustantivos que designan personas (cantante, atacante, estudiante) o instrumentos (tirante, colgante, montante). Casi todos los nombres de persona formados con el sufijo –nte son invariables en cuanto al género: la cantante y el cantante; la causante y el causante; un dibujante y una dibujante. Se exceptúan unos pocos: presidente y presidenta; cliente y clienta; sirviente y sirvienta; comediante y comedianta; infante e infanta; dependiente y dependienta. Constituyen un caso particular los pares de sustantivos gobernante y gobernanta; pariente y  parienta; asistente y asistenta; comerciante y comercianta; negociante y negocianta, donde se aprecia un claro sesgo de género en el significado, siempre con matiz peyorativo en femenino.
El participio comparte con el gerundio la posibilidad de formar oraciones o cláusulas absolutas, separadas del resto del periodo por comas: Concluida la cena, todos se marcharon. Una vez apagado el fuego, se buscó el origen. Cumplido el plazo, entregaré las llaves.
Una forma especial de construcción absoluta, propia únicamente de la lengua literaria, es la locución formada por  un participio + que + verbo en forma personal (haber, tener, estar, ser, ver): Llegado que hubimos al pueblo. Conocida que fue su negativa. Dormida que la vieron.  
Con participios que funcionan como predicados se pueden construir pies de fotos o ilustraciones, así como titulares de prensa. El sujeto puede ser expreso o tácito: Asesinado de cuatro puñaladas un abogado de Orense. Salvada de la muerte por su perro. Si entre el sujeto y el predicado queda tácito el verbo auxiliar, ha de escribirse coma: Madrid, elegida capital olímpica. Los políticos, abucheados por los ciudadanos.   
Hasta hace unos años, había una larga lista de verbos que tenían doble participio, uno regular y otro irregular, asunto que resultaba esencial a la hora de formar los tiempos compuestos y la voz pasiva. Ahora las Academias de la Lengua han reducido la lista a los tres verbos ya mencionados, freír, imprimir y proveer, y todos los restantes participios irregulares de los demás verbos han pasado a considerarse adjetivos, bien porque la forma regular ya no se emplea, como en el caso de rompido, o bien porque la forma irregular se utiliza siempre como adjetivo, como en el caso de confuso. Estos son algunos de los verbos que aparecían en la lista: abstraer, abstraído (abstracto es adjetivo); bendecir, bendecido (bendito es adjetivo); corromper, corrompido (corrupto es adjetivo); despertar, despertado (despierto es adjetivo).
Por tanto, para formar cualquier verbo compuesto o la voz pasiva, se ha de utilizar el único participio que ahora tienen esos verbos: han elegido un nuevo papa. No es correcto ha resultado electo un prestigioso arquitecto. El adjetivo electo significa «que ha sido elegido para una dignidad o cargo y aún no ha tomado posesión». Se puede decir, por consiguiente,  el alcalde electo tomará posesión el viernes y también no me gusta el alcalde elegido por los votos. Tomando el verbo propender, diríamos siempre he propendido (participio) a la melancolía  o soy propenso (adjetivo) a la melancolía. Con el verbo hartar construiríamos me he hartado (participio) de comer y estoy harto (adjetivo). Con el verbo maldecir podemos componer no creía que su padre lo hubiera maldecido (participio) y siempre pensó que estaba maldita (adjetivo). Con el verbo bendecir escribiremos los fieles fueron bendecidos por el papa y esta iglesia está bendita.
En los casos de los tres verbos con doble participio, tan correcto es decir (o escribir) he frito un huevo como he freído un huevo; el libro fue impreso como el libro fue imprimido; se han proveído de sal para las nevadas como se han provisto de sal para las nevadas. Pero desde luego unas formas son más habituales que otras. Sin embargo, en función adjetiva solo se emplea la forma irregular en el caso de freír: huevos fritos; y se prefiere la forma irregular, aunque se acepta la regular, en los casos de imprimir  y proveer: hojas impresas (o también hojas imprimidas); información provista (o también información proveída).
En el español antiguo también había participios conocidos como truncados o truncos que no terminaban en –ado/-ido y han dado lugar a algunos adjetivos  que permanecen vivos en el español europeo y americano: calmo (calmado), nublo (nublado), pago (pagado), pinto (pintado), quisto (querido), trunco (truncado). Todas ellas son formas aceptadas y hasta literarias.
Estos adjetivos comparten con el participio la cualidad de perfectivos (se construyen con el verbo estar y no ser), pero otros se han lexicalizado como adjetivos calificativos: uvas pasas (pasadas), judías pintas (pintadas), vino tinto (teñido), artista nato (nacido).
Los participios rechazan los diminutivos en los tiempos compuestos y en la pasiva, pero sí los aceptan en otros contextos con verbos que siempre presentan un componente adjetival: Iba pegadita a él; caminaban agarraditos del brazo; guardaba siempre las camisas bien dobladitas; llegó una cesta cargadita de regalos.
El gerundio y el participio colaboran para formar con el verbo estar una perífrasis durativa en voz pasiva que se suele considerar un calco del inglés y es relativamente reciente en español: La ley está siendo debatida en el Parlamento. Antonio se dio cuenta de que estaba siendo observado. Quedaba claro que estaba siendo acosado y atacado por un desconocido. Quienes rechazan esta construcción aducen que no es necesaria: La ley se está debatiendo en el Parlamento. Antonio se dio cuenta de que lo estaban observando. Quedaba claro que un desconocido lo estaba acosando y atacando. ¿Qué opción es mejor? El español utiliza mucho menos la voz pasiva que el inglés y, aunque se va contagiando de anglicismos, algunas construcciones siguen chirriando al oído: La propuesta está siendo estudiada por los sindicatos suena mucho peor que los sindicatos están estudiando la propuesta. Y resulta inaceptable: Esa posibilidad es una de las que están siendo contempladas en lugar de esa posibilidad es una de las que se están contemplando. O les rogaba que fuese siendo preparado su novio mientras terminaba ella, en lugar de les rogaba que fuesen preparando a su novio mientras terminaba ella. Los puristas aducen que la unión de estar y ser es una aberración.
Así pues, en el empleo de la perífrasis estar + siendo + participio ha de primar, como siempre, el sentido común (y literario). Parece que el español no necesitaba esta construcción, pero se va imponiendo. Esperemos que no se convierta en predominante a expensas de las más clásicas.
Terminaré este repaso sobre los aspectos más destacados del participio resaltado su cercanía con el adjetivo, del mismo modo que el gerundio se aproxima al adverbio y el infinitivo al sustantivo. La función adjetival del participio queda manifiesta además en la formación de sustantivos y adjetivos compuestos con los adverbios bien y mal: malquerido/a, bienquisto/a, malhablado/a, malcriado/a, malherido/a, malcomido/a y tantos otros tan útiles en la literatura. Asimismo, aparece el participio en función adjetival en adjetivos compuestos como maniatado/a, perniquebrado/a o alicortado/a.   

La lengua destrabada
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miércoles, 20 de febrero de 2013

Los usos del gerundio


Usos del gerundio
Mirando por un ojo de buey
El gerundio es una de las formas no personales del verbo que se distingue por la desinencia -ndo unida a la raíz verbal. Al igual que el infinitivo, carece de marcas de número, persona, tiempo o modo, y puede ser simple (subiendo; andando) o compuesto (habiendo subido; habiendo andado). Expresa una acción de duración limitada en proceso de ejecución en presente, pasado o futuro: comiendo; habiendo comido; habiendo de comer.
Se dice que no es fácil de utilizar y  que su abuso denota pobreza de recursos. Azorín llegó a afirmar que con los gerundios se escribía siempre «a lo manga por hombro», y son muchos los que aconsejan prescindir de él. Sin embargo, el gerundio tiene sus usos específicos y con frecuencia es la mejor opción, y la más literaria, para expresar con precisión lo que deseamos. No es lo mismo escribir, por ejemplo,  leí la tarde entera que estuve leyendo la tarde entera. Ni tampoco es lo mismo subiendo la cuesta, llegué a la iglesia que subí la cuesta y llegué a la iglesia. Por supuesto, tampoco significa lo mismo salió dando un portazo que salió y dio un portazo.
Antes de considerar los motivos por los que es tan denostado, realicemos un breve repaso  por sus modalidades principales, que son tres, con algunas subdivisiones: gerundio en oración independiente, también llamado perifrástico,  gerundio absoluto y gerundio en oración subordinada o construcción conjunta.
El gerundio en oración independiente o perifrástico va acompañado del verbo estar  u otro auxiliar de valor equivalente para crear la forma durativa: Estaba leyendo el periódico. Mañana a estas horas estarás viajando en el tren. Pasé estudiando toda la noche.
En estas oraciones, si el gerundio lleva un pronombre enclítico como complemento, también puede aplicarse al verbo auxiliar: Estaba mirándola; la estaba mirando. Lo estuve empujando por la calle; estuve empujándolo por la calle.
Algunas expresiones de gerundio con el verbo estar no son propiamente formas verbales compuestas, pues el gerundio cumple en ellas una función atributiva en sustitución de un adjetivo: La ropa está chorreando; la leche estaba abrasando.
El gerundio en construcción absoluta es independiente del resto del periodo en el que aparece y tiene su propio sujeto. Suele ir al comienzo, separado por una coma, pero también admite la posición final, a menudo sin coma: Estando tú aqui, Clara no se atreverá a echarme. Acabará pronto la tarea ayudando todos. Pocos han hallado la solución, siendo tan fácil el problema. Como se puede comprobar, el sujeto del gerundio en construcción absoluta va siempre detrás de él.   
Dentro de este grupo, se conocen a veces como gerundios ilocutivos o elocutivos los que, haciendo referencia al propio acto verbal, sirven de ordenadores del discurso: Resumiendo…; hablando de otra cosa…; concretando…; siguiendo a Marx…, etcétera.
El gerundio en oración subordinada o construcción conjunta expresa una acción acompañante de la enunciada por el verbo de la oración principal y desempeña respecto a esta una función adjetival o adverbial: He visto a tu hermano comprando el pan  (adjetival). Elena anda moviendo las caderas (adverbial).
El gerundio se ha lexicalizado  en las formas ardiendo e hirviendo, que se consideran adjetivos, así como en el caso de colgando, pero con mayores restricciones. Por eso son correctas las frases: Le lavaron las heridas con vino hirviendo. Entraron en la habitación, atiborrada de frascos, yerbas colgando del techo y cuadros de santos en las paredes. Le llegaba de la chimenea el agradable olor de las piñas ardiendo en el fuego.
El gerundio puede adquirir las funciones gramaticales del adverbio, aunque con limitaciones. Destaca por su uso literario la forma callando con el adverbio de grado tan: Cómo se viene la muerte/ tan callando (Manrique, Coplas).
También se admite el diminutivo en algunos gerundios: corriendito, callandito, andandito, tirandillo, deseandito. Algunos gerundios construidos con diminutivo admiten incluso adverbios de grado: Avanzó dos pasos callandito, muy callandito. Me miró en silencio, me lanzó un beso y se fue tan callandito como vino.  
Tiene además el gerundio un uso locativo  en los llamados gerundios de ubicación o de orientación locativa, que se suelen formar con verbos de movimiento: Mi casa está pasando el puente a mano derecha. Torciendo a la izquierda aparecía el mercado. Cruzando el río había una cabaña.
Un gerundio muy utilizado es el llamado de título de cuadro o de pie de foto, con el que se describe una imagen, sea pintura, escultura, fotografía, etc.: Niños comiendo melón (cuadro de Murillo). Zeus devorando a sus hijos (cuadro de Goya). El embajador recibiendo al papa (pie de una fotografía).
¿Dónde reside, entonces, la dificultad en el uso del gerundio? ¿Cuál es el motivo de su mala fama? En primer lugar, examinemos los usos vetados: el gerundio de posterioridad y el gerundio con valor de adjetivo especificativo.
El gerundio de posterioridad aparece en oraciones cuya unión podría ser copulativa (y) para expresar una acción que es claramente posterior a la del verbo principal: El autobús cayó al barranco, muriendo todos sus ocupantes (y murieron todos sus ocupantes). Me dieron un golpe en la cara, sangrándome la nariz (y me sangró la nariz) Mi hijo entró en la universidad de derecho, graduándose cinco años después (y se graduó cinco años después). Se considera incorrecto porque el gerundio ha de indicar siempre coincidencia de tiempo o tiempo inmediatamente anterior a la acción del verbo principal. Sin embargo, parece que ya se acepta el gerundio de posterioridad inmediata o consecuencia de la acción principal: El río se desbordó, obligando a la evacuación de los vecinos (pero también: lo que obligó a… ).
El gerundio con valor de adjetivo especificativo es el que se emplea como simple modificador directo de un sustantivo, función que corresponde a los adjetivos, pues  la naturaleza del gerundio es sobre todo adverbial: Te envío una caja conteniendo libros (que contiene libros). Se ha aprobado la ley regulando los precios de los alquileres (que regula los precios de los alquileres). El conjunto de españoles trabajando en Alemania está creciendo (el conjunto de españoles que trabajan en Alemania está creciendo).
Sin embargo, sí son correctos los gerundios que modifican al objeto directo de un verbo si expresa percepción (ver, observar, oír, escuchar, notar, encontrar, etc.) o representación (representar, pintar, dibujar, mostrar, imaginar, etc.): No me puedo imaginar a Cecilia haciendo eso. Vi a tu prima esperando el autobús. La observé subiendo la empinada cuesta. Imaginar, ver y observar son verbos de percepción y, por tanto,  no hay nada que objetar, pero el resultado de las dos últimas oraciones es ambiguo: ¿quién esperaba el autobús, yo o tu prima?, ¿quién subía la cuesta, yo o ella? Ha de evitarse el equívoco bien por el contexto o bien con un cambio de posición del gerundio: Esperando el autobús, vi a tu prima (si soy yo el sujeto). Subiendo la cuesta, la observé (si soy yo el sujeto).
El gerundio con valor de adjetivo especificativo también es incorrecto cuando expresa cualidades o estados en lugar de acción o cambio: Se solicita ingeniero sabiendo inglés (que sepa inglés). Pedro está casado con Carmen, siendo padres de dos hijos (y son padres de dos hijos). Se prohíbe fijar carteles, siendo responsable la empresa anunciadora (Se prohíbe fijar carteles. Será responsable la empresa anunciadora). Hay varios actores que actúan en esta película, siendo uno de ellos Javier Cámara (uno de los cuales es Javier Cámara).
Como conclusión, se podría apuntar que el gerundio es correcto por lo general cuando modifica a otro verbo,  sea explícito (presente en la oración) o implícito (ausente por elipsis, pero sobreentendido sin dificultad), con lo que se reafirma su carácter adverbial. Se ha de emplear siempre que sea la mejor opción para expresar nuestro pensamiento, pero ha de evitarse su repetición en serie, porque entonces resulta ampuloso y malsonante: Salí de Madrid en junio, recorriendo  (mejor recorrí) a pie el Camino de Santiago, visitando (mejor visité) también algunas ciudades manchegas y regresando (mejor regresé) por ferrocarril a Barcelona. No obstante, aislado en perífrasis verbales, es capaz de crear excelentes efectos estilísticos debido a su aspecto imperfectivo-durativo, con lo que se consiguen imágenes prolongadas de la acción verbal: Todos los días, mi madre subía a despertarnos cantando. Esos son como los dineros del sacristán, que cantando se vienen y cantando se van. Llorando no solucionarás nada. Yo siempre estudié escuchando música. Saliendo de mi casa, tropecé y me rompí el pie. ¡Y tú diciendo semejantes barbaridades! Mira, un águila volando.
Su mala fama proviene en parte del desconocimiento, pero también del empleo abusivo que se hace de él en textos de carácter jurídico o administrativo que pretenden ser eruditos o profesionales: Habiéndose registrado cuatro evasiones de internos y habiendo protagonizado la última fuga nueve muchachos de ambos sexos que tomaron como rehén al único tutor que los vigilaba en aquel momento, la Administración ha decidido destituir al director del centro. (Mejor: Después de las cuatro evasiones de internos, la última de ellas protagonizada por nueve muchachos…).
No cabe duda, sin embargo, de que el gerundio, acaso por influencia del inglés, está cada vez más presente en nuestra habla y nuestra escritura, y sus usos van aumentando. A veces se lexicaliza en expresiones tan populares como salir pitando, bufando o zumbando, o venir/ir volando. Puede tener valor de imperativo en expresiones como andando o aportar un toque humorístico: andando, que es gerundio. Por tanto, en lugar de evitarlo, lo más práctico es aprender a sacarle el mayor partido.
José Francisco de Isla y Rojo (1703-1781) escribió la novela Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, donde se pone en ridículo a los oradores que utilizan un estilo gongorino y altisonante. El protagonista recibe en el bautismo el nombre de Gerundio en recuerdo del gran éxito que tuvo su padre, Antón Zote, cuando demostró de estudiante lo mucho que sabía sobre el gerundio gramatical. El Diccionario de la lengua española de la RAE recoge el vocablo gerundio por alusión a este personaje y, aunque dice que es coloquial y desusado, lo define como «persona que habla o escribe en estilo hinchado, afectando inoportunamente erudición e ingenio. Se usa más especialmente refiriéndose a los predicadores y a los escritores de materias religiosas o eclesiásticas». No tiene femenino, así  que las escritoras no podemos ser gerundias por más que nos lo propongamos.


La lengua destrabada
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miércoles, 13 de febrero de 2013

Las buenas novelas

murder your darlings!; ¡fuera paja!
Esta
es mi casa.
Propiedad
de la palabra.

Blas de Otero

En esencia, todas las novelas, buenas o malas, tratan de lo mismo: de la realidad contemplada a través del espejo de  la imaginación. Y de  la imaginación de cada escritor, que manipula lo que percibe y lo que guarda en su memoria, depende lo que es capaz de crear. Pero también depende de su preparación intelectual, de sus conocimientos literarios y de su formación lingüística. Y, sobre todo, de su propia exigencia.
Cuando terminamos de leer una novela, la mayoría de los lectores nos hemos creado una opinión al respecto que nos sirve para recomendarla o  no a otros.  Pero ¿existen criterios objetivos, más allá del gusto, para determinar su calidad? Algunos hay, por supuesto, y no hay más que reflexionar sobre nuestras propias impresiones de lectura para descubrirlos.

En líneas generales, una buena novela debe contar algo interesante que aumente de algún modo nuestro conocimiento, debe suscitar emociones y debe entretenernos:

1.      Contará algo interesante si tiene un argumento original y comprensible que se desarrolla sin lagunas ni incongruencias. Si los personajes son creíbles,  no se ciñen a estereotipos y evolucionan a medida que avanza el relato.
2.      Suscitará emociones si está escrita en una prosa cuidada con riqueza de vocabulario y sin errores gramaticales, sintácticos ni ortotipográficos. Si es capaz de sacar partido a los recursos lingüísticos y las figuras retóricas para crear belleza en un estilo propio.
3.      Entretendrá si consigue que la narración no pierda ritmo. Si se van creando expectativas que animen a continuar leyendo. Si existe un equilibrio entre las partes narrativas o descriptivas y los diálogos. Si no se adivina el desenlace mucho antes de que ocurra.   
De las muchísimas novelas buenas que cumplen con creces estos criterios y cuya lectura siempre es agradable, sobresale un grupo más reducido que cabría denominar las excepcionales. Son esas novelas que transcienden  épocas y países, esas novelas que dejan una huella imborrable en quien se sumerge en sus páginas. Y son también las novelas cuya lectura es indispensable para los escritores, porque a escribir se aprende, antes de nada, leyendo.
Por necesidad, todo escritor ha sido y sigue siendo un gran lector. Los libros son la savia de la que se nutre y la base de su creación. Y lo que lee, de forma consciente o inconsciente, influye en lo que escribe. Motivo añadido para elegir lecturas excepcionales.
De las muchas lecturas que considero imprescindibles, escojo hoy La saga/fuga de J.B. de Gonzalo Torrente Ballester y El lugar sin límites de José Donoso. Torrente Ballester alcanzó gran fama en España en la década de 1980 por la versión televisiva de su trilogía más conocida, Los gozos y las sombras; por su parte, José Donoso es más reconocido por El obsceno pájaro de  la noche, novela incluida por Harold  Bloom en su sesgado libro El canon occidental.
La saga/fuga de J.B. narra la historia de una ciudad imaginaria, Castroforte del Baralla, cuya característica más destacada es la capacidad que tiene de levitar cuando todos sus habitantes se ensimisman por un mismo asunto. El argumento es complejo y muestra un completo entramado de relaciones humanas, a la vez que el autor aprovecha para expresar su punto de vista sobre la creación literaria. El personaje que da nombre a la novela, José Bastida, es un profesor de gramática de la ciudad al que asocian con una  leyenda popular debido a las iniciales de su nombre, lo que desata una serie de tramas secundarias. Tres elementos destacados de esta  novela son la fantasía, la ironía y el sentido del humor, que ya aparecen compendiados en las citas con las que abre para que nadie se lleve a error al iniciar la lectura: «Rostros que sueñan pasmos en la niebla», Germán Bleiberg; «Una sesión de circo se iniciaba en la constelación decimoctava», Gerardo Diego; y «Tin morín de dos pingüés, cúcara mácara chíchara fue». Popular.
El lugar sin límites es una novela corta que narra la vida de un burdel regentado por una travesti vieja, la Manuela, junto a su hija la Japonesita en un pueblo olvidado de Chile. Como la mayoría de la obra de Donoso, es una novela de interiores, tanto humanos como físicos, que muestra su predilección por los perdedores y por quienes parecen resignarse ante su suerte adversa. El prostíbulo es una especie de infierno pueblerino, un cosmos cerrado donde casi nada es lo que parece  a primera vista y donde se mezclan con las pasiones eróticas despiadados juegos de poder y de identidad que sirven para revelar la dualidad de la condición humana. Sus personajes ambiguos, llenos de matices, podrían considerarse arquetípicos, la semilla para muchos otros. La cita con que abre el libro también da pistas sobre lo que nos vamos a encontrar: «El infierno no tiene límites, ni queda circunscrito a un solo lugar, porque el infierno es aquí donde estamos, y aquí donde es el infierno tenemos que permanecer». Marlowe, Doctor Fausto.
La primera novela tiene un argumento de estructura compleja y casi 600 páginas; la segunda es mucho más corta, no llega a las 200 páginas, y su argumento es de estructura más simple. Pero en el resultado final ambas son excepcionales, porque la complejidad argumental no es un criterio universal para determinar la calidad. Tampoco es un criterio universal la extensión, por más que parezca estar de moda escribir volúmenes de cientos y cientos de páginas. Dicen las malas lenguas que es debido a lo fácil que resulta producir y corregir desde que los ordenadores desplazaron a la pluma y la máquina de escribir.
Escritores consagrados y editores luchan contra esta prolífica tendencia y llaman a la mesura: murder your darlings!, recomiendan los anglosajones, utilizando una expresión atribuida a sir Arthur Quiller-Couch, Fitzgerald, Faulkner, Nabokov o incluso Stephen King, según los casos. Quieren decir que nada es intocable, y mucho menos las partes de nuestros textos que consideramos mejores por exceso de apego: murder your darlings!, que yo traduciría libre y castizamente por ¡fuera paja!
Creo sinceramente que es el mejor consejo que se puede dar y el más difícil de recibir y, sobre todo, de seguir. Una vez terminada nuestra novela, después de haberla dejado reposar y haber corregido la mayoría de las imperfecciones que se nos habían pasado por alto, ¿cómo vamos a ser capaces de cortar esas largas descripciones, esas páginas llenas de erudición que tanto nos ha costado hilvanar?, ¿cómo vamos a condenar a la desaparición a esos personajes secundarios cuyas vicisitudes nos empeñamos en relatar hasta el final?, ¿cómo vamos a ahorrar a nuestros lectores saber que Fulanito era alto, delgado y varonil, o Menganita, hermosa, esbelta y elegante?   
Sin embargo, es necesario: ¡fuera paja! Fuera todo lo que no te gustaría leer en una obra ajena; todos los lugares comunes; todas las frases trilladas; todos los adjetivos manidos; todos los estereotipos; todos los juicios de valor maniqueos en boca del narrador omnisciente; todos los diálogos sobre trivialidades; toda la violencia innecesaria; todo el sexo insulso. Fuera también las notas que nada aportan y los glosarios triviales; fuera, en definitiva, todo lo superfluo que entorpece la lectura y aburre o aleja al lector.
Escribir, releer, reescribir, no darse por vencido, ser exigente: este es el único modo de conseguir producir una buena novela. Sin embargo, la crítica nunca será unánime y cada cual llegará a un público más o menos amplio. Sirva como muestra curiosa la opinión que escribió el censor acerca de La saga/fuga de J.B. antes de su publicación:
De todos los disparates que el lector que suscribe ha leído en este mundo, éste es el peor. Totalmente imposible de entender, la acción pasa en un pueblo imaginario, Castroforte del Baralla, donde hay lampreas, un Cuerpo Santo que apareció en el agua, y una serie de locos que dicen muchos disparates. De cuando en cuando, alguna cosa sexual, casi siempre tan disparatada como el resto, y alguna palabrota para seguir la actual corriente literaria. Este libro no merece ni la denegación ni la aprobación. La denegación no encontraría justificación, y la aprobación sería demasiado honor para tanto cretinismo e insensatez. Se propone se aplique el SILENCIO ADMINISTRATIVO. (Miscelánea.Expedientes de censura)

La lengua destrabada
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miércoles, 6 de febrero de 2013

¿Quiero escribir un «best seller»?

ilíada«Canta, oh musa, la cólera del pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves; cumplíase la voluntad de Zeus desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.»

Así comienza en castellano la traducción de La Ilíada, el poema, escrito en griego, más antiguo de la literatura occidental, que se atribuye a Homero. Su fecha de composición es discutida, pero la opinión mayoritaria coincide en situarla a mediados del siglo VIII a. C. Y desde entonces no ha dejado de divulgarse.
Luego si desde hace tantísimos siglos no ha dejado de venderse en todo el mundo occidental, ¿se trata de un best seller? No. La teoría literaria la define como un clásico, una obra que ha supuesto un modelo o hito para la tradición occidental. Los clásicos por antonomasia son los textos griegos y latinos, nuestra primera fuente, y después, en un sentido más amplio, vendrían las obras capaces de enriquecer nuestro espíritu, las que se consideran dignas de imitación. Saint-Beuve añade que además deben ser fácilmente contemporáneas a todas las épocas. Un clásico es además una obra abierta a infinitas lecturas, una obra en la que siempre queda algo por descubrir y sirve de intermediaria con otras épocas históricas. Don Quijote de la Mancha, el teatro de Shakespeare o la Divina comedia de Dante serían conocidísimos ejemplos.
El término best seller, por su parte, nació en Inglaterra durante los años veinte del siglo pasado y no supone necesariamente calidad literaria ni artística, sino que se limita a  señalar que determinado libro se vende muchísimo.
¿Y por qué se vende? Eso es un arcano que tiene que ver con la mercadotecnia, con la aparición en los medios de comunicación y con el boca a boca. Tampoco está claro cuántos ejemplares se han de vender para que un libro se convierta en best seller. Muchas veces es una etiqueta que se añade con fines publicitarios, esperando que se hagan realidad las ilusiones.
Es indiscutible que la etiqueta de best seller proporciona prestigio y beneficios al autor y a la editorial, si la tiene, aunque su calidad literaria deje mucho que desear. ¿Pero cuánto dura un best seller? Depende. Si no los sustenta su calidad literaria, los que vienen del mundo anglosajón suelen prologar algo más su vida que los escritos en español, aunque hay excepciones.
¿Alguien recuerda ahora Love story de Erich Segal? Esa novela intrascendente de 1970, derivada de una película también de gran éxito, solo ha entrado en la historia como curioso fenómeno de masas y no ha resistido el paso del tiempo.  Sin embargo, un caso muy distinto son las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, novela excelente publicada primero por entregas y un  best seller desde su primera edición completa en Francia en 1951, con traducciones posteriores a múltiples lenguas.
¿Pensaba Yourcenar al escribir que su novela iba a alcanzar tal éxito? Probablemente no. ¿Pensaba Erich Segal convertirse en best seller? Sin duda. Ese fue su objetivo desde que empezó la primera línea de su novela.    
Hace treinta y tres años, en 1980, se publicó en Italia El nombre de la rosa, novela policial e histórica ambientada en el siglo XIV que narra las pesquisas de un fraile y su ayudante para desentrañar una serie de crímenes ocurridos en una abadía solitaria, entremezclando en el texto asuntos filosóficos y teológicos de la Edad Media y muchos textos en latín sin traducir. Esta presentación no suena a best seller, pero Umberto Eco ha superado con creces los 15 millones de ejemplares vendidos y su obra se puede leer en diversas lenguas. El éxito se explicaría por los distintos niveles de lectura posibles en la novela que multiplican el público al que puede interesar. Sería lo que el propio Eco denomina una «obra abierta», un libro que al final resulta más inteligente que el propio autor.
Por su parte, Jorge Luis Borges abominaba de las listas de superventas. «En mi época no había best sellers —afirmó en una entrevista—  y no podíamos prostituirnos. No había quien comprara nuestra prostitución». No obstante, Borges aumentó de manera exponencial su fama y sus ventas cuando fue arrastrado a la órbita triunfal del denominado boom latinoamericano. Este conocido fenómeno editorial y literario surgió entre las décadas de 1960 y 1970, otorgando fama internacional a las obras de un grupo heterogéneo de jóvenes novelistas de distintos países latinoamericanos y a otros autores de mayor edad que se consideraron sus precursores.
 Dicen que hubo una agente literaria catalana con visión que supo fabricar el boom y convertir en best seller a cuanto autor decidió acoger y representar. Carmen Balcells tuvo visión, es cierto, pero contó con una materia prima insuperable: unos escritores que habían dejado de mirar a la vieja y gastada Europa para inspirarse y contaban con la preparación intelectual necesaria para armar argumentos sólidos y originales basándose en su realidad latinoamericana y creando lo que vino a llamarse «realismo mágico», el realismo maravilloso que ya entrevieron los ojos de los primeros cronistas de Indias, combinando la verdad, lo imaginario y lo inexistente de modo indisoluble en relatos aparentemente realistas que causaron admiración en Europa y el resto del mundo occidental.
Ninguno de los autores del boom latinoamericano buscaron adrede convertirse en best sellers: lo lograron con esfuerzo, originalidad y el empujón final de una buena agente literaria porque sus novelas eran excepcionales. Por eso mismo no se han olvidado y siguen vendiendo. Muchos de ellos continúan obteniendo premios, aunque sus obras ya no resulten tan novedosas: se han convertido en clásicas.
En efecto, el concepto de modelo que determina que una obra se considere clásica lleva aparejado que  todo autor arquetípico de una tendencia también acabe denominándose clásico. Del mismo modo que J. R. R. Tolkien puede considerarse un clásico de la literatura fantástica, Gabriel García Márquez puede considerarse un clásico del realismo mágico. Así pues, los camino del best seller y del clásico a veces confluyen.
No es lo habitual, sin embargo, y menos cuando un escritor pretende convertirse en best seller siguiendo los consejos de los múltiples manuales que explican cómo lograrlo con poco esfuerzo y menos mérito. De esos consejos no podrá resultar más que lo que en teoría literaria se denomina subliteratura o literatura de masas: obras literarias fallidas, caracterizadas por la ausencia de creación o descubrimiento. En el fondo, en estas novelas, prescindiendo del género al que pertenezcan, se cuenta siempre la misma historia, aparecen los mismos estereotipos, los mismos personajes planos y maniqueos, los mismos finales predecibles. No dejan nada de ambigüedad que haga creativo el mensaje ni admiten más que un nivel de lectura. Añaden además buenas dosis de violencia y sexo porque se consideran requisitos indispensables para vender. Es mala literatura masticada, lista para tragar.
Y, sin embargo, vende. Hay lectores para todo y best sellers para todos. Son innumerables las novelas oportunistas que podrían catalogarse aquí, aunque habrá disparidad de opiniones. Apunto El código Da Vinci y la trilogía Cincuenta sombras de Grey. Que cada cual añada las suyas. Pienso que ambas podrían convertirse, si existiera el término,  en «clásicos de la subliteratura».
Contestando ahora a la pregunta que da título a esta entrada, ¿quiero escribir un best seller?, diré que sí, como todos —o casi todos— los que nos dedicamos a esto. Pero no a cualquier precio. Considero el argumento tan importante como la forma en que se cuenta. Creo en el trabajo constante, en la preparación y en la superación. Creo en el placer de aprender, en las continuas lecturas y en las correcciones sucesivas. Creo en el esfuerzo. Creo en el compromiso.
¿Llegaré a escribir un best seller? Probablemente no. Pero al menos alguien ya me ha considerado una «autora clásica»: los bibliotecarios que prepararon una exposición de obras literarias que recorrió las bibliotecas públicas españolas hace cuatro o cinco años así me catalogaron y colocaron mi novela El ala robada entre las de dos grandes de la  literatura latinoamericana, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Obviamente, fue una confusión  porque, dejando de lado otras consideraciones de mayor enjundia,  soy mucho más joven que ellos y nacida en España. Pero he de confesar que me hizo mucha ilusión.

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