sábado, 3 de noviembre de 2012

Un cuento por dentro: «El sexo según Panchito» (II)


El sexo según Panchito
Algunas de las protagonistas
 
Las hermanas mayores siempre van un paso por delante y lo que no saben del mundo se lo inventan, porque tienen que demostrar la autoridad que les han delegado sus padres. Pero a veces las hermanas menores se rebelan:


Esa noche, antes de acostarse, Mela quiso salir de dudas, soltando de un tirón:
—Mamá, Lola dice que te metes trapos y papeles en la tripa para tenerla gorda. ¿Por qué quieres tenerla gorda? Las de la lechería te han llamado coneja.
—Ay, hija, tú no hagas caso y vete ya a la cama —replicó la madre para salir del paso—. Son tonterías que no tienen importancia.
—Mis amigas se lo han creído, mamá.
—No te preocupes. Estoy más gordita, eso es todo.
Mela casi había olvidado esta conversación cuando el domingo, mientras comían la paella de pollo, su padre anunció:
—Vais a tener un hermanito. Está en la tripa de mama, por eso la tiene gorda.
Todas se alegraron con la noticia, y Lola preguntó si estaban seguros de que sería un hermanito.
—No, no lo estamos, pero nos gustaría, porque ya hay muchas niñas en esta casa —repuso el padre—. Quiero un niño que juegue al balón conmigo.
—Pero ¿por qué está dentro de la tripa de mamá? —quiso saber Mela—. ¿Quién lo ha metido ahí.
El padre carraspeó y miró a la madre, que puso cara de circunstancias.
—Bueno, eso es una cosa que hacemos los papás —explicó por encima, deseando cambiar de tema.
—¿Y por qué no os hemos visto? —continuó el interrogatorio Pilar, que no se había dado por satisfecha.
—Porque son cosas de mayores, algo que hay que hacer con mucho cuidado…
—Ah, como cuando se cortó mamá el dedo y tuviste que curárselo y sudabas tanto y nos mandaste fuera —cayó en la cuenta Pilar.
—Lo mismo —zanjó el padre y pidió a la madre que trajera el postre—. Hemos comprado merengues para celebrarlo.
Margara y Mari sintieron envidia cuando se enteraron de la noticia. Ellas tenían hermanos mayores que ya novieaban, pero a sus madres no les había crecido la barriga.
—Yo a lo mejor tengo un sobrino pronto —alardeó Margara—. En cuanto mi hermano se case.
Mari no quiso quedarse atrás y bajó la voz para revelar:
—Pues a mí ya me están creciendo las tetas. Enseguida tendré leche.
—A ver, enséñanoslas —la retó Lola incrédula.
Pero Mari se negó a hacerlo en la calle.
A partir de se día todas se obsesionaron con los pechos y se miraban en el espejo para comprobar si les iban creciendo.
—Yo ya tengo el hueso —se jactó una tarde Lola—. Es como en las aceitunas. Primero sale el hueso y luego se infla la carne a su alrededor.
—O como en los melocotones, que tienen el hueso más grande —opinó Mela—. El mío se parece más al de los melocotones.
—Pues el mío es de ciruela —indicó Margara—, y mi madre me está arreglando un sostén.
La apasionada conversación de las niñas llama la atención de Panchito, que enseguida entra en acción:
El sexo según Panchito
Panchito


Panchito, que se había convertido en ayudante de Manolo en la fabricación del bólido, oyó de pasada sus palabras y sintió interés:
—¿De qué hablan, muchachas?
—De nada que te importe —repuso cortante Lola.
—Ustedes se lo pierden, porque yo de esa chingadera sé bastante.
—¿Qué dices que sabes? —se interesó de inmediato Lola.
—De cómo hacen los hijos los papás y las mamás.
—Eso es mentira, no puedes haberlo visto, porque se hace en secreto ─intervino Pilar.
—Lo vi, de veras que lo vi —insistió Panchito.
Mela se rió antes de añadir en tono despectivo:
—Anda, mentiroso, si no tienes hermanos y tus papás…
Un codazo de Margara le impidió terminar la frase.
—No vi a mis papás —porfió Panchito.
En ese momento pasaba por la calle don Arsenio, un oficinista triste y medio calvo que usaba en invierno y verano el mismo raído traje oscuro, abrillantado por el uso, y llevaba una cartera negra de cartón imitación de piel con grandes hebillas plateadas.
—Fue a él a quien vi —reveló Panchito, señalándolo con la cabeza.
El hecho de que don Arsenio tuviera muchos hijos prestó veracidad a sus palabras, y las niñas escucharon atentas la explicación de cómo una tarde, cuando un reluciente Renault 4/4 negro vino a buscarlos a él y a su mujer, Panchito se había subido de mosca sin que sus ocupantes se percataran y había viajado con ellos hasta un hospital, donde desde una ventana abierta contempló la escena que se desarrolló dentro.
—Desnudaron a la esposa y la tumbaron sobre una cama, amarrándola fuerte para que no se moviera —relató a sus atentas escuchantes—. Agarraron después a don Arsenio, le sacaron los pantalones y lo amarraron con unas como correas que estaban unidas a un sistema de poleas con el que lo fueron alzando del suelo. Vieran cómo pateaba en el aire mientras subía, hasta colocarlo encimita de su esposa. Entonces el médico que llevaba la bata blanca le ordenó: ¡Méela, méela!
Ahí Panchito se calló, y las niñas protestaron:
—¿Y qué más paso? —preguntó Mari.
—Pues qué quieren que pasara. Don Arsenio obedeció al médico —y sin una palabra más, Panchito se marchó a ayudar a Manolo con el bólido.
Cuando don Arsenio volvía camino de su casa con su lecherita de aluminio llena de la leche que había comprado, se cruzó con las niñas, que no pudieron evitar contemplarlo con admiración. A sus ojos, ese hombre de zapatones con la punta desteñida que se le salían al caminar, dejando a la vista las taloneras desgastadas de los calcetines, era casi un héroe, un ciudadano ejemplar que no se había acobardado para traer al mundo a sus muchos hijos. Y en sus mentes infantiles, creyeron comprender por qué el Caudillo, generalísimo de las Españas, se obstinaba tanto en premiar a las familias numerosas.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

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