sábado, 17 de noviembre de 2012

«Cámara estéril»: posos de una vivencia antigua (II)

Perdí la noción del tiempo a los pocos días de estar en el hospital. Las largas jornadas no se distinguían más que por los asuntos que tenía que resolver. Seguía buscando piso; donaba plaquetas cada tres días, lo que suponía varias horas de inmovilidad tumbada en una camilla, con agujas clavadas en ambos brazos, sin atreverme a contemplar más que de reojo cómo salía mi sangre por una goma, iba a una máquina donde se separaban las plaquetas y retornaba por otra goma a mi cuerpo; y Pedro ya había comenzado el tratamiento con el suero ATG, que le producía espasmos y temblores, y le hacía subir considerablemente la fiebre. Sin embargo, aparte del tormento que le provocaba el suero al serle administrado por el catéter central que tenía sobre el pecho, su estado general era aceptable y soportaba con aparente buen humor el aislamiento. Era buen conversador, y a menudo había alguna enfermera o médico dispuestos a dedicarle su tiempo, con lo que se entretenía y no se quejaba de que apenas lográramos comunicarnos por el telefonillo, debido a que para escucharse había que levantar la voz, y yo solo lo hacía lo suficiente en los escasos momentos en que no había nadie cerca, porque era muy celosa de la escasa intimidad que nos dejaban. Otros no lo eran tanto.
—No siento asco ni miedo, yo te sigo queriendo. No me importa que estés tan enfermo; las cosas no han cambiado entre nosotros, créeme ―escuché decir casi a gritos a la chica de al lado y me tapé los oídos con las manos porque me resultaba impúdico enterarme sin quererlo de sentimientos ajenos.
La mayoría de los enfermos de las cámaras recibían visitas, sobre todo por las tardes, pero quien se llevaba la palma era el gitano portugués. Su mujer, Catarina, llegaba por las mañanas con las tres hijas de corta edad, que saludaban cariñosas a su padre, poniendo sus manitas sobre el cristal de la cámara y mandándole besos antes de marcharse, contoneándose con sus faldas floreadas y sus largas trenzas castañas. Después llegaban los padres, él vestido con traje oscuro y corbata llamativa, luciendo un gran sello de oro en el dedo anular y ayudándose para caminar con un bastón de puño plateado; ella alta y morena, peinada con moño y engalanada con una gruesa cadena de oro de la que pendía una enorme medalla de la Virgen.
—Carlos no come. No gusta de comida del hospital ―me comentaba la madre, meneando la cabeza con tristeza—. Yo digo a los médicos que yo traigo de mi casa, pero no quieren. Nosotros comemos otras cosas.
—Los médicos saben —opinaba Catarina con su suave voz.
Pero la madre no dejaba de menear la cabeza, como si presagiara desgracias.
El resto de familiares y amigos aguardaban en el patio del hospital y se iban turnando para visitar a su enfermo y acompañar a Catarina durante el día, y a mí me saludaban corteses cada vez que me los cruzaba dentro y fuera del hospital.
—Quiero pedirte un favor —me dijo la mujer de las mechas rubias y las pulseras una mañana—. Cuida de mi nuera, pues nosotros tenemos que volver a Valencia a resolver asuntos y se va a quedar sola.
La nuera, que era la chica de mi edad cuya intimidad yo procuraba no escuchar a diario, me sonrió y declaró:
—Estaré bien, mamá, nos haremos compañía.
Yo había permanecido en silencio y, mientras las dos mujeres se despedían con abrazos y besos, Catarina la portuguesa me susurró:
—¿Y a ti quién te cuida?
La pequeña Ruth salió de la cámara estéril una soleada mañana que presagiaba el verano. Su madre le había puesto una peluca de melena rubia con diadema y lazo, y la había vestido con un moderno traje minifaldero de lunares y rayas igual que el suyo. Su padre y su hermano habían venido de Donostia para el acontecimiento, y el grupo avanzaba feliz por el pasillo de las cámaras estériles mientras el padre grababa la escena con una moderna videocámara.
Instintivamente, me acurruqué en mi silla, tapándome la cara con el libro que leía para no salir en la imagen, mientras mi vecina portuguesa saludaba con la mano y la novia del carpintero se acercaba a Ruth para darle un beso.
—Todavía queda para que le den el alta —escuché que explicaba la madre al matrimonio de Zaragoza—. Pero este es un paso muy importante. Jon pondrá el vídeo en el bar para que lo vean los clientes, que no dejan de preguntar por la niña.
A esas alturas, yo ya había pasado el tiempo suficiente en el hospital para saber que la cámara estéril que había quedado vacía se ocuparía de inmediato, y no me equivoqué. A la mañana siguiente apareció temprano un grupo de mujeres de negro con la cara sorprendida y angustiada de los recién llegados. Apenas les presté atención y no me habría vuelto a fijar en ellas de no ser por Cristinita.
—Hola —me dijo al cabo del rato sonriente, mientras se paseaba por el pasillo, buscando algún entretenimiento.
—Hola —respondí, levantando los ojos de mi libro.
—¿Te gusta leer? —me preguntó y, sin esperar mi respuesta, añadió—: ¿Es un libro de niños?
Respondí a sus preguntas y se fue acercando hacia mí, hasta acabar sentada en mis rodillas. Tenía seis años y acompañaba a su mamá y a sus tías, porque su tío estaba enfermo. Era de Murcia y hablaba con un deje y unos diminutivos que me evocaron mi infancia, pues mis abuelos paternos eran también  murcianos. De este modo, nos hicimos amigas. Yo le contaba cuentos, cantábamos canciones y jugábamos al veo veo, recibiendo a cambio los besos y abrazos infantiles que tanto echaba de menos.
—Pero qué guapa vienes hoy —le decía cada día como recibimiento cuando aparecía por el pasillo, oliendo a colonia Nenuco, y se quedaba conmigo, mientras su madre y sus tías seguían avanzando y doblaban la esquina hasta llegar a su cámara, que era de las últimas.
Pronto entablé cierta amistad con todas ellas, y supe que el enfermo era un hombre de cuarenta años con leucemia al que ya habían controlado la enfermedad e iban a someter a un trasplante de médula donada por su hermano. Las hermanas serían las donantes de plaquetas y vestían de luto porque se acababa de morir la madre de todos. Habían alquilado un piso aceptable y, gracias a sus indicaciones, conseguí contratar en el mismo edificio de la calle Aragón un estudio diminuto, pero con una amplia terraza desde la que se alcanzaba a ver el mar en días muy claros, según el dueño.
—Mañana lo trasladamos —me reveló la mujer de las mechas y las pulseras al regresar al hospital al cabo de varios días—. A mi hijo lo van a tratar en Houston.
Sus palabras sonaron despreciativas y altaneras, como si nadie más que su enfermo tuviera derecho a la curación y solo él se mereciera unos cuidados superiores que no estaban a nuestro alcance.
—Que encuentren la paz que dejan —musito Catarina la portuguesa cuando ya se iban.
Y recordé el comentario de la chica cuyo cuidado me habían encargado durante una de las comidas que acepté compartir:
—Mi caso es especialmente dramático porque llevamos apenas tres años casados, somos muy jóvenes y tenemos dos nenes, una hija de dos años y un hijo de apenas uno.
Como si los demás no contáramos.
Al panadero le hicieron el trasplante de médula y enseguida empezó a recuperarse. Su novia se acercaba cada día a nuestra cámara para relatar los avances, cómo las células madre comenzaban a anidar, y también  para observar a Pedro.
—Cómprale un puzle. Mi novio ya ha hecho tres y se entretiene mucho ―me recomendó.
Pero Pedro prefería leer o charlar con cualquiera de los que estaban dentro y se prestara.
—Mi novio quiere verte —me dijo también—. Quiere preguntarte cuándo le hacen el trasplante a Pedro.
Respondí que no se lo iban a hacer, que tenía otro tratamiento. Pero insistió en que me acercara a visitar a su novio.
—Se llama Juan —me indicó cuando cogió el telefonillo para hacerle levantar los ojos del puzle que completaba sobre la mesita de las comidas.
Juan me miró e indicó con un gesto que me pusiera al telefonillo.
—Dile que para que le hagan el trasplante, tiene que vomitar la médula mala ―me reveló―. Que se meta los dedos en la boca. Mientras más vomite, más pronto le hacen el trasplante.
Yo fingí aceptar su consejo y, con la excusa de que había llegado Cristinita, me fui a leerle un cuento mientras ella me peinaba.
Carlos el portugués no llegó a someterse al trasplante porque murió antes. Ya había venido su hermana Branca de Brasil, acompañada por su marido, sus hijos y varios tíos y primos, ya se habían comenzado los estudios de histocompatibilidad y contaba con una inmensa legión de donantes de plaquetas, pero no aguantó.
Los estremecedores gritos y lamentos de su mujer y su madre me sobrecogieron cuando entraba en el pasillo una mañana, y fue Montse la limpiadora quien me informó de lo que acababa de suceder, recomendándome que aguardara fuera.
—Estaba muy mal, tenía de todo —me explicó—. Ayer entró en coma diabético.
Yo rompí a llorar desconsoladamente, y Montse me cogió por los hombros y me condujo a la cafetería.
—Ya te advertí que no hicieras amistades —me reconvino mientras me pedía una tila—. Y menos estos. Ya veremos si no arman jaleo.
—De aquí nadie sale vivo —balbucí entre lágrimas.
—Sí que salen, mujer —rebatió Montse, mientras removía su café—. Solo que la vida está fuera. El que sale no vuelve para contarlo. Vive y ya está.
—Y tú eres quien me aconseja no intimar con los familiares de enfermos…―comenté, secándome las lágrimas con el dorso de la mano.
—Mujer, tampoco hay que exagerar, y tú eres maja.
Era sábado, y Montse solo trabajaba media jornada. Me invitó a comer a su casa, pero no acepté. No deseaba involucrarla demasiado en mi vida, aplicándole el consejo que ella misma me había dado.
—Yo tengo tarea, pero tú quédate aquí un buen rato ―me recomendó antes de irse―.  Cerrarán el pasillo, y puede que haya jaleo si vienen muchos familiares.
La obedecí a medias, pues en cuanto acabé la tila, salí al patio. Se habían congregado multitud de parientes del portugués, todos vestidos de negro riguroso, y busqué alguna cara conocida para dar el pésame. Como no encontré ninguna, me dirigí al hombre más anciano, que iba trajeado y se me pareció al padre del difunto.
—Siento mucho el fallecimiento de Carlos ―expresé, alargando la mano―. Les  acompaño en el sentimiento, de verdad. Por favor, dígaselo a Catarina y a sus padres. Soy…
—Sabemos quién es usted —me interrumpió, estrechándome con fuerza la mano―. Y mucho agradecemos su condolencia.
Era sábado, como he dicho, uno de los días más aborrecidos por Pedro, junto con los domingos, pues el hospital se llenaba de gente que iba de visita. Estaban los familiares de los pacientes ingresados, los conocidos y amigos, pero también otras personas que se acercaban a las cámaras estériles por hacer turismo, por el puro gusto de observar el dolor ajeno y escrutar miserias. Solían ser personas de la tercera edad, casi siempre en pareja mixta o de mujeres, que saludaban amables, miraban al interior de la pecera y hacían toda clase de preguntas.
—¿Es tu hermano? —solían comenzar por preguntarme a mí.
—Se creen que somos monos y vienen al zoo a echarnos cacahuetes y contemplar cómo nos comportamos en nuestras jaulas —soltó Pedro irritado, después de asustar a un par de ancianas con sus muecas, haciendo como que se rascaba los sobacos y dándose golpes en el pecho mientras enseñaba los dientes.
A partir de entonces, nos dio por llamar a esa gente los primatólogos, y las tardes de los fines de semana Pedro solía echar las cortinas para esconderse de su mirada,  mientras yo me entretenía con Cristinita.
No sabría precisar cuántos días de encierro habían transcurrido, cuando el médico me informó de que pronto iban a hacer una espirometría a Pedro para medir su capacidad pulmonar, que saldría de la cámara y que podría acompañarlo e incluso tocarlo.
—¿Eso quiere decir que se está recuperando? —pregunté esperanzada.
—No, pero todavía es pronto —repuso el médico sucinto—. Es para comprobar si la medicación le está afectando los pulmones y en qué medida.
Yo necesitaba una dosis de esperanza e insistí:
—Está aguantando bien y no ha cogido infecciones.
—Así es, y de ánimo está fenomenal —aseveró el médico antes de despedirse.
Le conté a las murcianas lo contenta que estaba porque Pedro iba a salir de la cámara un par de horas.
—Podréis hacer manitas —comentó una de las hermanas del enfermo―. Como si otra vez fuerais novios.
—Hará tan poco de eso que todavía no lo han de haber olvidado ―intervino otra de las hermanas.
Y la mujer del enfermo alzó una libreta azul que llevaba en el bolso:
—Mi marido nos la ha pedido porque quiere escribir para sus hijos ―explicó.
—Anda, que dará gusto leer sus ocurrencias ahí dentro con lo que está padeciendo, pero es tan terco cuando se le mete una cosa en la cabeza… ―intervino la madre de Cristinita.
—Lo que tenemos que hacer es obedecer a los médicos e intentar animarlo, tenemos que quitarnos los lutos…
Se quedó con la palabra en la boca porque vimos pasar a la espectacular madre de Ruth con su estela cítrica, pero iba llorando a lágrima viva.
—Han vuelto a ingresar a la niña en una cámara estéril ―nos informó la novia del panadero—. Parece que está rechazando el trasplante.
Y todas las presentes debimos de sentir la misma angustia, la misma sensación de mareo y de que las piernas no nos respondían.
El matrimonio zaragozano, cuya hija también  se debatía entre la vida y la muerte, quiso consolarla, invitándola a rezar con ellos y entregándole una estampita de Escrivá de Balaguer.
—No hay Dios —escuchamos responder áspera a la vasca mientras la rechazaba con la mano—. Y si existe, es un cabrón sin entrañas.
El panadero abandonó la cámara estéril antes del tiempo establecido. Según refirió su novia, los mismos médicos estaban asombrados de su recuperación. Vinieron a despedirse porque quería conocer a Pedro.
—Hazme caso y vomita la médula mala —le dijo por el telefonillo y encendió un cigarrillo, aunque estaba prohibido, para demostrar su buena salud.
El día de la espirometría me levanté más pronto que de costumbre y tomé una larga ducha en la que casi me despellejo de tanto frotarme, me rocié colonia Álvarez Gómez por todo el cuerpo, pues según la teoría de mi madre, era muy desinfectante por su elevado contenido en alcohol, y me puse ropa recién lavada y planchada. Quería asegurarme de que no contagiaba nada a Pedro por nuestro contacto.
Emocionada como una colegiala, llegué al hospital y subí andando las escaleras hasta la planta de Hematología, donde encontré esperando el ascensor a las hermanas murcianas, que por fin se habían despojado de los lutos.
—Qué guapas estáis —las elogié, añadiendo que iba con prisas porque tenía que reunirme con Pedro.
Ellas me sonrieron y me desearon que disfrutara el momento.
No me dirigí al pasillo de las cámaras estériles, sino a una sala minúscula y sin muebles que estaba al otro lado, donde Pedro ya aguardaba ansioso mi llegada, sentado en una silla de ruedas y provisto de mascarilla, gorro y patucos protectores.
—Qué bien hueles —me dijo, alargando la mano para tocarme.
Yo le acaricié el pelo con mis manos recién lavadas, pero no me atreví a besarlo.
—Os podéis dar la mano —comentaron entre risas las enfermeras cuando vinieron a buscarlo para bajar a la planta donde le harían las pruebas.
Me permitieron acompañarlo mientras soplaba por tubos y le exploraban, y luego volvimos a la misma sala minúscula.
—Tenéis un ratito más para despediros. Daros un abrazo, pero no abuséis ―concedió la enfermera que debía reingresarlo en su cámara estéril―. Enseguida te sirvo la comida.
Nos miramos la mayor parte del tiempo en silencio. Yo no me atreví a abrazarlo y Pedro tampoco me lo pidió.
—Estoy peor que el licenciado Vidriera —se excusó, y supe que temía que le contagiara algún virus.
—Vendrán tiempos mejores —lo animé—. Esto es solo el comienzo. Enseguida estarás fuera y dormiremos juntos, como siempre.
Porque eso era lo que yo más echaba de menos. Las noches dormidos en cuchara, con nuestros cuerpos perfectamente ajustados, sin necesidad de leer hasta agotarme para caer en un pozo profundo sin pesadillas ni conciencia, hasta que de pronto me despertaba con el amanecer siguiente y la dolorosa angustia volvía a adueñarse de mí.
Cuando la enfermera vino a llevárselo, me recomendó que yo también me fuera a comer, pues tardaría un rato en abrir las cortinas de su cámara.
—Buscaré a Cristinita y comeré con las murcianas —comenté, porque estaba contenta y tenía ganas de compañía.
—No están —me dijo la enfermera, haciendo una seña incomprensible con las cejas que quedaban libres de la mascarilla.
Iba a encaminarme de todos modos hacia el pasillo de las cámaras estériles, cuando me llamaron por la espalda. Era una enfermera que terminaba su turno y se había despojado de la mascarilla.
—El murciano ya no está. Murió al amanecer —me comunicó sin rodeos cuando estuvo cerca.
Y me costó entenderlo:
—Esta mañana vi a las murcianas —aduje—. Se habían  quitado los lutos.
—Sí, por fin se habían  decidido a hacerlo por si eso lo animaba ―repuso concisa la enfermera—. Pero cuando llegaron, acababa de fallecer.
Gruesos lagrimones rodaron por mis mejillas, mientras la enfermera me palmeaba la espalda y me recomendaba que me marchara a comer fuera.
—Piensa en Pedro, piensa en ti, la vida sigue —me dijo―. Está fuera del hospital. Date una vuelta.
Pero yo continué llorando mientras bajaba las escaleras, llorando mientras salía a la calle y llorando mientras compraba fruta, porque mis amigas murcianas me habían saludado con sus bonitos vestidos de colores y me habían deseado un buen día, aguantándose generosas su irreparable dolor sin compartirlo, quizá porque ellas también habían comprendido a la fuerza que la vida estaba fuera y que lo que pasaba dentro del hospital no debía compartirse. Y ya no las volvería a ver jamás.

 Cuento incluido en El ala robada y otros cuentos, ebook Amazon, 2012.

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