miércoles, 31 de enero de 2024

Quiche de calabacín y puerro


La palabra ‘quiche’, pronunciada tal como se escribe y femenina o masculina según se prefiera, es la castellanización de la francesa quiche, que a su vez proviene de la alemana Kuchen, para significar pastel o tarta salados. Toda receta de quiche consta de una base de pasta sobre la que se añade un relleno de huevos, nata o leche evaporada, mezclados con una variedad de ingredientes vegetales o animales a elección, que se hornea hasta que cuaje.

La  receta que a continuación se expone tiene como ingredientes principales una fruta, el calabacín, y una verdura, el puerro. Según el DRAE, una fruta es «el fruto comestible de ciertas plantas cultivadas», mientras que una verdura es «una hortaliza, especialmente la de hojas verdes». El calabacín pertenece a la familia de las Cucurbitáceas, al igual que la calabaza, el pepino o la sandía. Su origen se lo disputan Asia meridional y Norteamérica. Existen antiquísimas evidencias escritas de que ya se usaba en la cocina entre los egipcios, los griegos y los romanos. Al parecer, fueron los árabes quienes después propagaron su cultivo por la cuenca mediterránea a medida que se fueron expandiendo durante la Edad Media. Sin embargo, también hay evidencias antiquísimas del cultivo del calabacín en México, Texas y Estados Unidos, motivo por el cual hay quienes sostienen que llegó a España después de los viajes de Colón y acabó popularizándose en Europa. Puede que así fuera: tal vez con los viajes de Colón, cuando el resto de los países del Viejo Mundo se pusieron a observar a nuestra península ibérica, se fijaron en el calabacín, pero teniendo en cuenta que fuimos romanizados y luego arabizados durante más de ocho siglos y que aún pervive una enorme herencia cultural en todos los ámbitos de la vida, incluida la cocina, cuesta creer que no se cultivara y consumiera en nuestras tierras desde antiguo una planta tan fácil de adaptar y tan versátil. Sea como fuere, los calabacines tal como los consumimos en la actualidad son una fruta inmadura de tamaño medio, carne blanda y pepitas diminutas todavía en formación.

El origen del puerro parece más claro. Se asume que procede de diversos países de la cuenca del Mediterráneo y que ya se consumía en la antigüedad remota por mesopotámicos, egipcios o israelitas. Los romanos fueron quienes propagaron su consumo con la expansión de su imperio y se empleaba no solo en guisos, sino también como medicina. En la actualidad, abundan las preparaciones que utilizan puerros en sopas y cocidos, e incluso en ensaladas. Al igual que la cebolla y el ajo, esta verdura que crece como un bulbo alargado bajo la tierra pertenece a la familia de las Liliáceas. También se lo conoce como porro o ajo porro (escrito junto o separado). Del puerro puede aprovecharse todo, salvo las raíces, pero las hojas verdes son mucho más duras y de sabor más fuerte que la parte blanca, la única necesaria para elaborar recetas tan famosas como la vichysoise francesa, los puerros gratinados o una quiche. Lo verde se puede reservar para caldos o guisos con una buena cocción. En estos tiempos de prisas, es posible adquirir los puerros envasados ya limpios; si se opta por los ejemplares enteros, habrá que despojarlos de las primeras capas y asegurarse de lavarlos bien, pues en la parte verde suelen llevar algo de tierra y otras impurezas.

Ingredientes

  •  2 calabacines medianos de piel tersa.
  • 2 puerros hermosos (solo la parte blanca).
  • 4 huevos grandes y frescos.
  • 1 minibrik (20 ml) de nata ligera para cocinar o de leche evaporada.
  • Una lámina redonda de masa quebrada-brisa.
  • Aceite de oliva.
  • Sal y pimienta (al gusto).
  • Un puñado de piñones.
  • Queso rallado (al gusto).

Elaboración

  1.  Lavar los calabacines y cortarlos con su piel en rodajas finas utilizando una mandolina.
  2. Lavar los puerros y cortarlos en juliana fina.
  3. Calentar un fondo de aceite de oliva en una sartén  (yo prefiero utilizar un wok) a fuego medio-alto. Pochar los puerros hasta que empiecen a estar transparentes.
  4. Añadir a la sartén (o wok) las rodajas de calabacín e ir removiendo de vez en cuando. Estarán en su punto cuando hayan perdido toda el agua. Si se sazona con sal, el proceso es algo más rápido. Una vez que se saque de la sartén o wok, es necesario dejar reposar la mezcla de verduras para que se atempere.
  5. En un bol de tamaño apropiado, cascar y batir los 4 huevos, añadir la leche evaporada o la nata y mezclar bien. Agregar a continuación las verduras pochadas y salpimentar al gusto.
  6. Encender el horno (arriba y abajo con aire) a 180-190 grados (depende mucho de cada modelo y marca; a mayor temperatura, menor tiempo).
  7. Extender la masa quebrada con el rodillo sobre papel vegetal para que su circunferencia se adapte al recipiente redondo de horneado. El papel vegetal servirá también para que la masa no se pegue  y sea fácil de desmoldar la quiche. Una vez colocada la masa con el papel vegetal en el recipiente, es necesario asegurarse de que los bordes cubran la altura completa y estén bien pegados antes de pinchar la  base con un tenedor para que no suba.
  8. Rellenar con la mezcla del bol. Añadir queso rallado y piñones al gusto.
  9. Hornear hasta que cuaje y se dore un tanto la superficie (unos 30-40 min dependiendo del horno). Si los bordes comienzan a tostarse antes de tiempo, cubrir la quiche con papel vegetal o de aluminio. En caso de que se dude del grado de cocción, es útil pinchar el centro con una aguja de hacer punto: si sale limpia, está hecho; de lo contrario, continuar el horneado. 

Esta quiche se puede servir caliente o dejar que se atempere según preferencias. Puede ser un complemento a otro plato o servirse como plato principal. El resultado es muy suave y su delicado sabor suele ser muy elogiado…  a no ser que se tenga aversión a las verduras.   

    


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domingo, 10 de diciembre de 2023

Palabras femeninas con artículos ‘el’ y ‘un’

Una amiga me ha preguntado cómo se debía decir: tengo mucho hambre o tengo mucha hambre. Mi respuesta ha sido que lo correcto es tengo mucha hambre porque la palabra ‘hambre’ es femenina. De igual modo que decimos o escribimos cuánta hambre hay por el mundo o maldita hambre.

Como norma general, los artículos (determinados: el/los; la/las; indeterminados: un/unos; una/unas) conciertan en género y número con los nombres a los que acompañan (la osa; el oso); el artículo neutro lo precede a los adjetivos neutros sustantivados (lo alegre; lo rojo). Pero hay un hecho excepcional que induce a error si no se presta atención: los sustantivos que comienzan por a (o ha) tónica  ―esto es, aquellos sustantivos cuya primera sílaba a o ha es la acentuada, lleve o no tilde atendiendo a las reglas existentes según sean agudos, llanos o esdrújulos―  van precedidos por los artículos el y un, que no son masculinos aunque lo parezcan, sino las formas históricamente femeninas provenientes de los femeninos latinos illam (que pasó a ela y después a el) y unam (que pasó a una y después a un). Por consiguiente, existen unas formas mayoritarias el y un masculinas (el sombrero; un piloto) y otras minoritarias femeninas (el habla; un alma; el hacha; un agua; el acta; un aula). Si se utilizan en plural, todos estos sustantivos femeninos que comienzan con a/ha tónica aparecen acompañados por los artículos las o unas: las hablas; unas almas; las hachas; unas aguas; las actas; unas aulas. En el caso de que entre el artículo y el sustantivo se inserte otro determinante o adjetivo, el artículo en singular también es la o una: la clara habla, pero el habla clara; un alma silenciosa, pero una silenciosa alma; el hacha afilada, pero la afilada hacha; un agua amarga, pero una amarga agua; un hada afectuosa, pero una afectuosa hada.

Constituyen excepciones a esta regla de uso de  el/un ante palabras que comienzan por a/ha tónica los nombres propios y apellidos de mujer, las letras del alfabeto, las siglas de género femenino (determinado por el de la primera palabra que aparece en su composición) y la ciudad de La Haya: ella era la Ana de sus sueños; no sabía que se trataba de una Álvarez; yo no pertenezco a la APA; la a redondeada; la hache de mi nombre; la alfa de ese título. Tampoco se emplean las variantes el/un del artículo femenino con sustantivos invariables en cuanto al género, puesto que en estos casos el artículo debe servir para distinguir el sexo de la persona: una árabe, la árabe; una ácrata, la ácrata. En lo tocante a las palabras derivadas o compuestas, esta regla no les atañe cuando ya no comiencen por a/ha tónica como lo hacía su originaria: el agua fría, pero la agüita fría; el agua marina o dulce, pero una aguamarina y una aguanieve; el hacha afilada, pero una hachuela afilada. Recuérdese asimismo que esta regla no es aplicable a los adjetivos, solo a los sustantivos: la áspera disputa; una amplia mayoría; la alta jerarquía.

Para concluir, parece necesario mencionar un error habitual: debe evitarse recurrir a demostrativos masculinos ante palabras femeninas en singular que empiezan por a/ha tónica. Lo acertado es decir o escribir esta aula y no este aula; esta área y no este área; esa hacha y no ese hacha; aquella acta y no aquel acta. Puesto que en la formación del plural no ocurre tal confusión, en caso de duda, pensemos en aquellas actas que se encuentran junto a esas hachas en estas aulas, mientras vemos volar a estas nuestras águilas. 




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martes, 7 de noviembre de 2023

Paseando por Chicago


El nombre actual de esta ciudad tiene una procedencia incierta. Lo más probable, al parecer, es que se trate de una adaptación a su oído, efectuada por los primeros colonizadores franceses, de la palabra original con que conocían la zona sus habitantes, los indios potawatomi. Se asienta en el área de los Grandes Lagos, en la orilla suroeste del inmenso lago Michigan, y soporta un clima continental húmedo: los vientos árticos provocan grandes nevadas invernales y lluvias abundantes en primavera y otoño, pero también en el verano, que es bastante corto, aunque no faltan los días de pegajoso calor húmedo. Es la ciudad más grande del estado de Illinois y la tercera de Estados Unidos, después de Nueva York y Los Ángeles. Se la suele apodar «la Ciudad de los vientos» no solo por los muchos intempestivos que allá soplan, sino debido a las decisiones calientes y bruscas ―esto es, ventoleras― con que la gobernaba su clase dirigente durante el siglo xix.

En la actualidad, Chicago es una urbe moderna y cosmopolita, repleta de lugares interesantes que visitar. Se la considera la cuna de los rascacielos, entre los que se encuentran altísimos edificios de piedra caliza que recuerdan a las catedrales europeas y otros espectaculares de acero y vidrio. Cuenta con multitud de parques y zonas verdes, museos internacionales y un sistema de transporte público fiable para desplazarse por el centro. El río que la atraviesa se llama Chicago, como la ciudad, es navegable y está bordeado de jardines y paseos muy agradables. Tampoco se debe olvidar su historia de gánsteres durante las primeras décadas del siglo pasado (el más famoso, Al Capone, contra el que luchó Eliot Ness y su escuadrón conocido como Los Intocables); ni que es el origen de la mítica Ruta 66 (The Mother Road) que, cruzando varios estados, lleva hasta Los Ángeles en California.

Los hoteles del centro suelen ser caros durante todo el año si no se encuentra una oferta para reservar la estancia con bastante antelación, pero tienen la ventaja de que permiten conocer lo más importante de la ciudad a pie partiendo de una organización eficiente. Y es aconsejable tomar en algún momento el metro en su tramo central, conocido como The Loop porque se trata de un trayecto elevado de forma rectangular que recorre el distrito financiero desde Lake St. (extremo norte) hasta Wells St. (extremo oeste). Todo el entorno urbano que circunda el metro también se conoce como The Loop. No se espere, sin embargo, un metro limpio y moderno como el de Madrid, por ejemplo, sino más bien un sistema anticuado y bastante destartalado semejante al neoyorquino en el que, a pesar del clima desfavorable, muchas estaciones están  al aire libre. Pero sale en tantas películas el entramado metálico que sostiene las vías elevadas por las que circulan los vagones y son tan curiosas las vistas de las calles desde arriba que la mayoría de los visitantes disfrutan de la experiencia de viaje.

A grandes rasgos, Chicago se divide en cuatro zonas bien diferenciadas. Al norte del río Chicago se levantan los barrios que constituyen el North Side: entre los imponentes rascacielos que allí se alzan, destaca la Torre Hancock por ofrecer, previo sustancioso pago, vistas panorámicas de la ciudad desde su azotea abierta, si la niebla no lo impide. El Lincoln Park es una zona verde cuidada y agradable por la que merece la pena pasear hasta llegar al Navy Pier, con su abundante oferta de restauración y ocio. El corazón histórico y financiero de la ciudad es la zona conocida como Downtown. Allí se encuentran algunos de los primeros rascacielos de piedra y ladrillo levantados en el país, el Art Institute de Chicago, la Torre Willis y el Millenium Park, donde resulta imprescindible acercarse a la original escultura curvada de acero, conocida por su forma como The Bean, a cuyo alrededor siempre hay congregada una multitud de curiosos que se miran en sus paredes brillantes, buscando su imagen repetida en infinidad de tamaños y perspectivas. También en el Millenium Park está la Crown Fountain, obra interactiva diseñada por un artista español que hace las delicias de los niños y no tan niños en verano. Entre North Side y Downtown, el tramo de la Michigan Avenue que va desde el río Chicago hasta Oak Street recibe el nombre de Magnificent Mile por sus edificios suntuosos, sus tiendas de lujo y las espectaculares plantas que adornas en enormes arriates aceras y medianas. La parte sur de la Michigan Avenue constituye la zona conocida como South Loop y en ella abundan los edificios históricos, como la estación de ferrocarril Dearborn,  museos de arte como el Field y salas de blues y jazz. También está el Grant Park a las orillas del lago, con sus enormes prados y multitud de instalaciones para practicar diversos deportes o simplemente pasear. En el South Side abundan los barrios residenciales en torno al Hyde Park, está la Chicago University y también el Illinois Institute of Technology.

La oferta culinaria de Chicago es amplia y capaz de satisfacer todos los gustos y bolsillos. Dentro de la comida rápida, destacan las deep-dish pizzas típicas de Giordano’s, las hamburguesas, el pollo frito y la multitud de platillos mexicanos que se pueden degustar en las variadas cantinas y restaurantes. Y no hay que esforzarse en pedir en inglés, pues en cuanto te escuchan hablar español, rápidamente te atienden en esta lengua sin problemas. Es asombrosa la cantidad de español que escuchamos incluso cuando viajamos a sitios pequeños de los Grandes Lagos en Illinois…

Este último viaje a Chicago tuvo un motivo muy especial: la boda de mi hijo. Fueron unos días estupendos en los que disfrutamos de la ciudad y conocimos a la familia de la novia. Ahora el matrimonio se ha mudado a la soleada California. Pronto los visitaremos, si la vida nos sigue sonriendo.




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jueves, 6 de julio de 2023

Rosbif en Crock-Pot (olla de cocción lenta)

‘Rosbif’, castellanización de la voz inglesa roast beef, hace referencia a una pieza noble de carne de vacuno asada que, además de quedar tierna y jugosa, debe conservar un interior rosado o incluso rojo, según preferencias. En internet existen innumerables recetas para su elaboración con diferentes cortes de carne, a simple vista, unas más apetitosas que otras. Yo decidí recurrir a fuentes británicas para mi elaboración, puesto que este sabroso manjar es la mayor aportación de su cocina al mundo. Así, revisando recetarios de avezadas cocineras, descubrí que la pieza de carne más recomendada para lograr un asado perfecto es el topside cut, cuya traducción al español yo desconocía. Tras algunas comprobaciones y rodeos infructuosos, se me ocurrió comparar despieces de vacuno británicos y españoles con sus nombres y, de este modo, llegué a la conclusión de que ese topside es lo que en nuestras carnicerías se denomina ‘tapilla’.


¿Qué ventajas ofrece la tapilla? Las cocineras británicas describen lo que yo después comprobé: se trata de una pieza triangular de carne magra, cubierta por una capa de grasa dura que se retira con facilidad y, una vez limpia, ofrece un aspecto uniforme que se asemeja un tanto al solomillo y apenas precisa bridado para conservar la forma, con lo cual se facilita el delicado fileteado final. Así pues, aunque al conversar con mi carnicero me advirtió que él solía vender lomo alto o medio para el rosbif, yo volví a casa con una hermosa tapilla de 1,800 kg, lista para ser cocinada.

Ingredientes

  •  Una tapilla de añojo de 1,800 kg.
  • Dos cebollas grandes, cortadas en cuartos.
  • Dos o tres zanahorias grandes, peladas y cortadas en trozos grandes.
  • Tres pencas de apio, cortadas en trozos largos.
  • Dos dientes de ajo partidos por la mitad y libres del germen.
  • Una taza de caldo de carne.
  • Un vaso de vino blanco.
  • Romero o tomillo, pimienta y sal (se pueden añadir otras especias al gusto).
  • Aceite de oliva virgen.

Utensilios imprescindibles

  • Parrilla o sartén grande.
  • Olla de cocción lenta.
  • Termómetro de cocina.
  • Cuchillo para carne bien afilado.

Elaboración

Dos son las manipulaciones cruciales que se han de seguir para obtener un resultado óptimo:

1) Después de bridar someramente la pieza para asegurar que conserve su forma (yo la até de manera sencilla por tres lugares), se debe embadurnar generosamente con las especias que se hayan elegido, romero o tomillo (o ambas), y salpimentar al gusto.

2) A continuación se procede a lo que se suele denominar el sellado de la carne, que ha de ser meticuloso y homogéneo, efectuado en la parrilla o sartén adecuada y bien caliente, con la cantidad necesaria de aceite de oliva. Este sellado no sirve para preservar dentro de la carne sus jugos, puesto que no la impermeabiliza (¡sería tarea imposible!), sino para iniciar una serie de transformaciones químicas, conocidas como reacción de Maillard: el calor intenso y prologando provoca la reacción conjunta de proteínas e hidratos de carbono que acaban originando el apetitoso sabor a tostado. A continuación, en el mismo utensilio en que se haya sellado la carne y con el mismo aceite (de ser preciso, se añade más), se procede a sofreír un tanto la cebolla a fin de provocar la misma reacción de tostado.

 Llega el momento de preparar la cama dentro de la olla de cocción lenta donde reposará la tapilla. Para tal efecto, se extienden de manera pareja los trozos de cebolla, zanahoria y apio, más las mitades de dientes de ajo. Encima se coloca la tapilla y se añade el caldo de carne y el vino blanco. Al igual que sellar la pieza al comienzo no asegura la conservación de sus jugos, guisarla con líquidos tampoco le asegura mayor jugosidad: esta depende casi por completo de la temperatura que alcance el centro de la carne. Si se superan los 70º centígrados, la carne quedará seca y marrón en lugar de jugosa y rosada. Por tanto, es necesario hincar en la parte más gruesa de la pieza un termómetro que vaya indicando la temperatura.

Cocinado   

Aunque se puede programar la olla de cocción lenta en temperatura alta o baja, elegir cocinar en baja parece más prudente, pues se retrasa el proceso y permite controlar mejor que la carne no se pase de punto. Mi tapilla alcanzó los 65 º grados en menos de dos horas en temperatura baja. Debo reconocer que fue necesario vigilarla de manera más o menos constante. Una vez terminada la cocción, coloqué la pieza sobre una rejilla durante media hora y después la envolví en papel film porque no la iba a filetear hasta la mañana siguiente. Se conservó perfectamente en el frigorífico.

Las cocineras británicas desechan la cama de vegetales (y no es de extrañar porque  aromatizan la carne, pero quedan duros por lo corto de la cocción) y solo utilizan la parte líquida del guisado para preparar la salsa, añadiendo productos artificiales que me desagradaron. Yo, en cambio, como enemiga acérrima que soy de desperdiciar recursos, eché mano de mi olla exprés ultrarrápida para ablandar las verduras en su líquido. Conclusión: en media hora obtuve una salsa de consistencia perfecta y apetitoso sabor después de pasarla por la batidora de vaso. Solo deseché los trozos de penca de apio porque ya habían aportado el sabor necesario y su fibra desluce la salsa.  

Presentación

Saqué el asado del frigorífico varias horas antes de filetearlo, tarea que realicé cuando estuvo a temperatura ambiente. Mientras tanto, confité cebollitas francesas en la olla de cocción lenta, salteé unos champiñones laminados con ajo y perejil e hice un puré de patata al estilo francés (esto es, un parmentier con leche, aceite de oliva, una nuececilla de mantequilla para darle brillo, nuez moscada, sal y una pizca de pimienta). Presenté la tapilla fileteada en una fuente alargada, la salsa bien caliente en salsera aparte, y el puré de patata, las cebollitas francesas y los champiñones también calientes en sus fuentes redondas respectivas. Cada comensal pudo servirse a su gusto en su plato.

Conclusión     

Recibí abundantes felicitaciones por este delicioso rosbif, y no fueron de boquilla porque nadie se resistió a repetir (varias veces los más tragaldabas). Ha sido precisamente el éxito obtenido lo que me ha movido a compartir esta sencilla receta, muy práctica tanto en invierno como en verano, pues permite a la cocinera realizarla con anticipación y disfrutar sin prisas de último momento con los comensales. Yo no hice fotos de los pasos sucesivos durante la elaboración y fue mi pareja quien tomó alguna en la mesa, que ahora recupero para ilustrar la receta.


Como advertencia final, debo hacer hincapié en la importancia del sellado uniforme de la carne (que ha de ser de buena calidad) antes de introducirla en la olla de cocción lenta y en el control de la temperatura final: por debajo de 55º centígrados el asado estará sangrante; por encima de los 70º centígrados, muy hecho, por lo cual la carne quedará marrón. El punto, a mi entender, varía de los 60º a los 65º centígrados, según el gusto de cada cual. El tiempo de cocción es breve para los parámetros de las ollas de cocción lenta: no superará las dos horas, según mi experiencia.   






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miércoles, 31 de mayo de 2023

Las niñas de mi clase



«¡Qué corta es la vida!», suspira la madre de Clara que, a sus espléndidos noventa y ocho años, acaba de superar una operación de cadera y vuelve a caminar tan animosa como solía. Clara y yo nos conocemos desde algo más que mediado el siglo pasado porque comenzamos juntas nuestra educación en el colegio talaverano que nuestros padres eligieron para nosotras. Mi madre había llegado a Talavera de la Reina después de casarse, y cuando sus hijas mayores alcanzaron la edad de ser escolarizadas, preguntó a sus conocidas por las opciones existentes. Le aconsejaron matricularnos en el colegio femenino con mayor solera y prestigio de la ciudad, la Compañía de María, conocido popularmente como La Enseñanza y albergado desde 1899 en el antiguo convento de los dominicos, situado en la calle de Santo Domingo. Así fue como iniciamos nuestra formación acogidas por la cariñosa madre Juana Peñalba en la preciosa clase de maternales, repleta de juguetes y bañada por el sol que entraba a raudales a través de sus amplios ventanales desde el cuidado patio al que daba. «A mí me gusta mucho el colegio, pues caramelos y estampas dan, ¡ay, si me mandan decir las letras, ay, mi cabeza qué mala está!», cantábamos con nuestras tiernas vocecillas.  

Mi primer recuerdo del colegio es avanzar hasta la entrada por el largo pasillo de brillantes baldosas de la mano de mi hermana Lola, algo asustada y apretando el cabás azul que me había regalado la abuela. Dentro llevaba la merienda envuelta en una servilleta de cuadros rojos, un lapicero y poco más… Tengo una imagen borrosa de la primera amiga que hice: se llamaba María Rosa y le brillaba muchísimo la melena rubia mientras dibujaba, pero nos abandonó enseguida porque su padre era sastre y había encontrado trabajo en Madrid. Marina fue mi siguiente amiga según mi memoria, y ambas perseveramos en el colegio y compartimos aula hasta terminar el último curso de Bachillerato Superior. Esos años iniciales de enseñanza elemental también los compartimos con Adela, Virginia, Marisol, Prado, Josa, las dos Palomas, Cuca, Montserrat, Sagrario, Laly y muchas otras compañeras que aparecen en la foto de Ingreso, pero cuyos nombres que tan bien conocía por entonces se me han ido olvidando con el paso de los años.  

Qué contentas ascendimos todas con nuestros uniformes azul marino, formadas en fila india, por los peldaños de la majestuosa escalera que nos conducía al primer piso donde estaban las aulas de Bachillerato. Año a año se nos fueron uniendo nuevas compañeras, María Luisa, Patro, Margarita, Carmen, Nieves, Ana, Cristina, y también fuimos perdiendo a otras. Si no me falla la memoria, Margarita fue nuestra delegada de curso hasta el final y ella fue quien nos enseñó en primero de Bachillerato el villancico que comenzaba: «En los rigores de noche fría, María arrulla al Niño Dios, cantando amores su melodía es el latir del corazón…». Tras incontables ensayos, conseguimos entonarlo a dos voces tan afinadas que nos impusimos al resto de las interpretaciones de otras clases y resultamos ganadoras del concurso navideño.

Echando la vista atrás, pienso que si algo merece ser destacado del ideario docente de nuestro colegio, es el empeño que pusieron nuestras enseñantes en hacer ameno el estudio. Sin duda, se nos exigía esforzarnos para aprender y conseguir aprobar todas las asignaturas impartidas, pero también se nos alentaba a dejar correr nuestra imaginación y a mejorar nuestras habilidades manuales, deportivas o intelectuales. Podíamos tomar clases de piano, guitarra, violín e idiomas; podíamos hacer murales y dibujos para decorar las clases; podíamos inventarnos números musicales, bailes y obras de teatro que se representaban en el enorme salón de actos, cuyo escenario e iluminación superaban los de muchos teatros del país. Tuvimos nuestro equipo de baloncesto en el que destacaban Amancia, Conchita, Celia, Carmen, Nieves, Ana, Marina, Paloma, Patro y Cristina; tuvimos nuestro «cuerpo de ballet» en el que participábamos, entre muchas otras, Clara, Josa y yo; tuvimos nuestro equipo de gimnasia rítmica en el que la clase al completo demostraba su habilidad haciendo malabarismos con un palo; hacíamos atletismo y saltábamos el potro y el plinto con gran destreza Cuca y Laly y con menos las demás. Y todas corríamos como locas durante el recreo en el patio grande cuando jugábamos a guardias y ladrones ―la palabra clave que había que decir para que no se te escapara la presa era ¡enria!, y Virginia sobresalía por su total entrega al papel que le hubiera correspondido― o al balón prisionero, que mantenía nuestras barrigas firmes por los balonazos que recibíamos y parábamos con tal de no rendirnos. ¡Qué frío pasábamos en invierno durante las clases de gimnasia sueca al aire libre vestidas con nuestro atuendo deportivo, compuesto por camisa blanca, falda azul tableada hasta debajo de las rodillas, pololos del mismo color y bambas!

La nuestra fue una generación analógica, en una época en la que ni se vislumbraba lo que nos reservaba el futuro digital no tan lejano. Durante nuestra infancia, los mayores escuchaban en la radio «el parte», seriales como Matilde, Perico y Periquín, las imitaciones de Pepe Iglesias «El Zorro» y las sucesivas novelas de Guillermo Sautier Casaseca. No recuerdo que hubiera programación infantil más que la repetición cantada de la tabla de multiplicar. Pronto apareció la televisión, que en pocos años se ganó un lugar privilegiado en casi todos los hogares. Como solo había una cadena en blanco y negro, todas veíamos lo mismo y podíamos comentarlo al día siguiente: Eurovisión, zarzuelas ―que cantábamos a voz en grito entre clase y clase― y Estudio 1, que incluso veían las internas del colegio cuando se representaban obras dramáticas merecedoras de interés a criterio de las monjas. En la televisión contemplamos arrobadas el surgimiento de los Beatles, con sus rompedoras melenas para los estándares de entonces, que tuvieron fervientes seguidoras en Gloria, Flor, Josa y María Luisa. Nos esforzábamos en aprender sus canciones en una lengua que nos era extraña, así como las de Mamas & the Papas, pero a algunas nos gustaba más la melancólica Françoise Hardy y su «Tous les garçons et les filles de mon âge se promènent dans la rue deux par deux…» porque la entendíamos. Si tenías empeño, en nuestro colegio era fácil aprender buen francés porque nuestra madre fundadora, santa Juana de Lestonac, provenía de Burdeos. En las clases de Literatura Francesa de quinto de Bachillerato, recuerdo lo bien que leía Marisol, como si acabara de llegar de París.

Para entonces ya habíamos logrado superar la aterradora Reválida de cuarto, y la clase se había dividido en Ciencias y Letras según nuestras inclinaciones. Todas habíamos cursado antes Latín en tercero con la erudita madre María López Calo, que además nos impartía Lengua y Literatura. Ella nos enseñó las declinaciones y una serie de normas fundamentales para comprender la sintaxis latina y la de cualquier lengua romance de ella derivada. Había unas pautas básicas para lograrlo: leer hasta el punto (esto es, un sentido completo); buscar el verbo; atendiendo a este, buscar el sujeto y los complementos… Nunca fallaba. Tradujimos en ese curso trozos del rapto de Proserpina y de la guerra de las Galias, aprendiendo a discernir la estructura lingüística subyacente que es indispensable para sistematizar el pensamiento, facilitando de este modo la expresión oral, y sobre todo escrita, de las ideas.

En quinto de Bachillerato la clase al completo volvió a disfrutar la asignatura de Ciencias Naturales con don Ángel del Valle, que también nos había enseñado en tercero. Recuerdo que aprendimos cristalografía y todos los huesos y músculos del cuerpo humano. Don Ángel del Valle era un profesor duro, intransigente, tal vez porque acababa de terminar la carrera, era joven y debía imponer su autoridad ante las miradas inquisidoras de tantas adolescentes inquietas. Desde luego, aprendimos muchísimo con él y también nos hizo pasar malos ratos, pero lo que se me quedó grabado a fuego fue su definición de la menstruación femenina en unos tiempos en los que del cuerpo humano había partes que no se nombraban y mucho menos estudiaban. Nos reveló, y son palabras textuales según mi recuerdo: «La regla son lágrimas de sangre que llora vuestro organismo por no haber sido fecundado». Ahí queda eso…

Sí, nuestros cuerpos habían crecido, hacía tiempo que hablábamos de chicos, lucíamos minifaldas y nos arrebujábamos en maxiabrigos. Nuestras educadoras nos repetían que estábamos a punto de salir al mundo y debíamos ser responsables, pero lo que más nos apetecía era reírnos. Prado componía versos satíricos con rimas hilarantes sobre cualquier cosa o persona: «Sobre la ancha estepa castellana, / cabalga el Cid montado en una rana…». «Feo no, tampoco guapo, / ningún defecto te tapo. / Ojos negros, tez cetrina / pareciera que vuelve de luchar en Salamina…». Al buenísimo sacerdote que nos impartía clase de religión lo recibíamos cantando: «Saúl mató a mil, David a veinte mil, don Julio Capitoli a más de cincuenta mil…». Y nunca se quejó ni nos acusó porque era un hombre verdaderamente santo. Debimos de cometer tantas gamberradas que nuestras monjas enfadadas nos permitieron en sexto hacer la excursión a Andalucía, pero no nos agasajaron con fiesta de despedida en la huerta, como era lo acostumbrado. Imagino a la madre Santos, a la madre Díez, a la madre Sánchez, a la madre López Calo e incluso a la severa madre Adelaida rogando clemencia en nuestro nombre porque todas ellas nos habían educado a lo largo de nuestros muchos años de colegio… Pero las monjas nuevas, recién llegadas a nuestras vidas, no lo consideraron oportuno y nos privaron de ese hermoso regalo que sí disfrutaron nuestras antecesoras. Recuerdo bien haber ido al final de quinto a la espléndida huerta a merendar cerca de la gruta y el estanque con las compañeras de sexto que ya dejaban el colegio. No me acuerdo de la canción que les cantamos nosotras, pero sí de la que ellas entonaron a nuestras monjas educadoras: «Ya viene la estudiantina, la estudiantina llegó y una mujer la ilumina con sus azules y el corazón. Después sigue madre Santos, madre Calo va detrás…» y pasaban a nombrar a toda la comunidad. ¡Qué injusto me pareció ese castigo, qué desproporcionado arrebatarnos ese privilegio!  Fue la prueba definitiva, la decepción de despedida con la que nos enfrentaríamos al mundo ancho y ajeno.  

El colegio había sido la primera sociedad en la que tuvimos que poner en práctica los valores morales inculcados por nuestros padres y nuestras educadoras. Y no siempre fue fácil. Como en toda sociedad, había injusticias, favoritismos y violencia, creo que más verbal que física. Superar las críticas (¿bragas de colores?, ¿ropa de paleta?) y mantener amistades contra viento y marea fueron retos que nos endurecieron para después arrostrar lo que nos aguardaba fuera. ¿Quién no sufrió una buena llantina en el colegio? Puede que yo más que nadie, lo confieso, porque de pequeña me acusaban de ser de mantequilla Soria o de pastafrola ―no sé, por cierto, de dónde saldría esta expresión que utilizábamos en la niñez como insulto, pues al parecer procede de la gastronomía argentina―; en fin, se me acusaba de ser toda una mimbre llorona.

Pero a veces mi mar de lágrimas estaba más que justificado. Recuerdo estar concentrada en mi pupitre respondiendo por escrito a las preguntas del examen de Ingreso. De improviso, entró en el aula la madre Gloria Hernando, que era la prefecta, y se me acercó escandalizada al verme manejar habilidosamente el bolígrafo Bic con la mano izquierda. De inmediato ordenó a la madre Gabriela Díez, nuestra profesora, que me la atara a la espalda, y tuve que continuar escribiendo con una mano derecha que era casi inútil. La letra me salía casi ilegible, como arañazos de gallina, y era incapaz de concentrarme. Lloré hasta emborronar la hoja del examen, pero aprobé con buena nota gracias sin duda a la bondad de la madre Díez. Y ni ella ni yo olvidamos este cruel incidente. Yo acababa de aprobar la reválida de cuarto con calificación de notable cuando llegó al colegio otra niña zurda. La madre Díez me hizo llamar al refectorio para que me  conocieran sus padres y se tranquilizaran. A esa niña ya no le iban a atar nunca la mano izquierda a la espalda.

Qué corta es la vida, repito con la madre de Clara igual que he empezado. De todo esto que cuento han pasado tantos años que algunas de las vidas de las niñas de mi clase ya han acabado: Cristina, Flor, Isabel, Cuca… a todas os recordamos con añoranza y cariño, y ha sido un golpe saber que os hemos perdido. Deseo que ninguna se haya quedado sin alcanzar alguno de los objetivos íntimos que se hubiera propuesto, más allá de plantar un árbol, tener un hijo o escribir un libro… Estas mujeres tan vividas que ahora somos nos hemos reencontrado gracias a los avances de la era digital. Hemos creado un grupo de WhatsApp que va creciendo con fotos y noticias; en unos días comeremos todas juntas en Talavera, nos abrazaremos, nos pondremos al día, pero sobre todo rememoraremos los viejos tiempos en los que crecimos. Y aunque tal vez nos cueste reconocernos, aunque el espejo se empeñe en contradecirnos, siempre seremos las alegres compañeras de antaño, cuando las primaveras olían a las flores de la huerta y la esperanza era ese sentimiento dulce y con alas que nos impulsaba hacia un elevado futuro. Todas, las presentes y las ausentes, aunque a veces me falle la memoria, seréis por siempre las niñas de mi clase.    

  


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lunes, 8 de mayo de 2023

Sobre citas y su atribución

En esta era de lo fake o falso en castellano directo, sin adornos de anglicismos, es habitual encontrar en escritos periodísticos, pero incluso en libros más sesudos, citas adulteradas a fin de obtener el efecto que se pretende o atribuciones erróneas, que a menudo acaban consiguiendo un plácet casi unánime a fuerza de repetirse. Acabo de toparme con un ejemplo de falsa atribución en un interesante libro que estoy leyendo, La edad de la penumbra, de Catherine Nixey, que trata sobre la destrucción paulatina del mundo clásico a medida que se fue implantando el cristianismo. En este caso, el error se debe sin duda a la repetición constante de la cita durante más de un siglo sin cotejar la certeza de su procedencia.

Comencemos por partes y en orden. En todo escrito, las citas de pensamientos ajenos constituyen un pilar de autoridad: su inclusión responde a la necesidad de fundamentar lo que se afirma o de argumentar lo que se intenta contradecir. Siempre han de estar justificadas, por tanto, y deben ser un apoyo y no el núcleo del trabajo, salvo cuando este consista en un estudio crítico de documentos originales.

Para citar conviene tener presentes tres consideraciones: 1) la extensión de la cita debe ir en consonancia con la importancia de lo citado para el texto que se escribe; 2) la abundancia de citas, su extensión y el objetivo del texto determinarán si se recurre a la cita directa o a la paráfrasis; 3) es fundamental comprobar la exactitud de lo citado a fin de evitar malentendidos.

La cita que aparece en el libro que estoy leyendo es la siguiente: «Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a expresarlo». Esta aserción sobre la libertad de expresión se convirtió en un aforismo que se ha atribuido a innumerables hombres ilustres desde finales del siglo xix hasta la actualidad. Quienes, como hace Nixey en su libro, lo asocian con Voltaire son los que más se acercan, aunque no brotó directamente de su boca, sino de la pluma de una mujer, la escritora y traductora británica Evelyn Beatrice Hall (1868-1956), que escribió bajo el seudónimo masculino de Stephen G. Tallentyre. Ella fue la autora de un famoso libro, The Friends of Voltaire, donde recogía la vida y las relaciones mutuas de diez hombres coetáneos de François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire. En el capítulo dedicado a  Claude-Adrien Helvétius (1715-1771), al exponer la persecución sufrida por el filósofo a causa de su libro De l’Esprit (Sobre el espíritu, 1758), que fue quemado en la plaza pública, Hall escribió:

Lo que el libro jamás podría haber alcanzado por sí mismo o por su autor, lo logró para los dos la persecución que sufrieron ambos. De l’Esprit no solo se convirtió en el éxito de la temporada, sino en uno de los más famosos libros del siglo. Los hombres que lo habían aborrecido y que no sentían un aprecio particular por Helvétius ahora hicieron piña a su alrededor. Voltaire le perdonó todas las injurias, intencionadas o no. «¡Cuánto humo por unas simples pajas!», había exclamado cuando escuchó hablar de la quema. ¡Qué abominablemente injusto era perseguir a un hombre por semejante nadería! «Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a expresarlo», fue su actitud entonces. (Tallentyre, 1906: 198-199. La traducción del inglés es mía).

Así pues, acudiendo a la fuente, se comprueba el error de atribuir a Voltaire unas palabras escritas por Hall para describir su postura más de un siglo después de los hechos acaecidos. Y qué casualidad que fuera una mujer quien creó este aforismo de uso tan extendido y que escribiera bajo un nombre masculino.

Acudir a las fuentes se torna crucial cuando se cita, pero han de ser las primigenias y no las hechizas propaladas bien sea de boca en boca, bien de texto en texto. Acudo al hermoso adjetivo ‘hechiza’ ―proveniente del latín facticius para calificar las fuentes en la primera acepción que de él ofrece el Diccionario de la RAE: artificioso o fingido, pero tiene muchas más. Recuerdo que en México se empleaba para conceptuar objetos hechos a mano como imitación de otros, esto es falseados, aunque igual de hermosos que los originales, como mis preciosos perros danzantes de Colima, de pasado prehispánico pero moldeados a finales del siglo xx, que llevan acompañándome más de treinta años. 

Sobre citas y su composición ya escribí hace tiempo una entrada extensa en este mismo blog, cuya lectura recomiendo como recuerdo o ampliación de conocimientos al respecto: Aprender a citar.



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